Hay otros mundos, pero están en este
GeoPlaneta se apunta a la reñidísima competición prenavideña con dos entregas que harán salivar a los aficionados a las geografías alternativas
El fuego metageográfico lo abrieron en 1980 Alberto Manguel y Gianni Guadalupi con su estupenda Guía de los lugares imaginarios (Alianza), que localizó en el infinito mapa de la literatura sitios eternos, como el borgiano País de las Ruinas Circulares o la Isla de la Desesperación, de Crusoe. A su lado palidecía la posterior y mucho más oportunista Historia de las tierras y los lugares legendarios (Lumen), de Umberto Eco, que siempre ha sabido apuntarse con talento a todos los bombardeos. A finales de 2013, los sellos hermanados Capitán Swing y Nórdica hicieron buena caja navideña con su Atlas de Islas Remotas, de Judith Schalansky, en la que se cartografiaban 50 islas, incluyendo la fascinante Clipperton, cuyo enloquecido farero acabó asesinado a martillazos por todas las mujeres a las que había violado durante años. Ahora, GeoPlaneta, un sello del más poderoso de los grupos españoles, se apunta a la reñidísima competición prenavideña con dos entregas que harán salivar a los aficionados a las geografías alternativas. El Atlas de los lugares malditos, de Olivier Le Carrer, se centra en aquellos territorios, enclaves o escenarios en los que la vida terminó siendo invivible o, al menos, tan disuasoria como para ahuyentar a los turistas más intrépidos. Las causas del malditismo son de especie variada: de índole religiosa (el valle del Siddim, por ejemplo, donde se desmadraban los habitantes de Sodoma y Gomorra) o paranormal (la casa endemoniada de Amityville); de índole climática o geográfica (como en Oumaradi, Níger, donde nunca llueve y reinan solitarios la arena y el viento), o el atolón de Takuu con su ineludible fecha de caducidad; o de índole humana, como el barrio-cloaca de Kibera, en Kenia, o el siniestro bosque de los suicidas de Aokigahara, en Japón. Por su parte, el Atlas de las ciudades perdidas, de Aude de Tocqueville, se centra en lo que Félix de Azúa ha llamado la “invención de Caín”, es decir, en las urbes, pero sólo en aquellas que murieron sepultadas bajo escombros de catástrofes naturales o inducidas (Pompeya, Hiroshima); o dormitan abandonadas por muy distintos motivos, como las históricas Tikal o Angkor; o las más modernas Epecuén (ciudad-balneario en Argentina), Prypiat (cerca de Chernóbil) o Prora, la austera ciudad de vacaciones que proyectaron los nazis para premiar a los buenos proletarios. La única ciudad “perdida” española que aparece en el atlas no es Numancia ni Brunete, sino Seseña, la ambiciosa urbe diseñada por El Pocero como ciudad-dormitorio en plena burbuja inmobiliaria, cuando banqueros y políticos nos hicieron creer que en esta zarandeada Piel de Toro había empezado Jauja y que tonto el último. Para compensar las ausencias españolas, propongo para la campaña navideña del año que viene otros títulos metageográficos igualmente apasionantes: “Atlas de los políticos corruptos” (500 páginas y puesta al día anual), “Atlas de las mordidas empresariales” (1.000 páginas, apéndices por autonomías), “Atlas de los banqueros más banksters”, “Atlas de los insufribles todólogos televisivos” (con páginas especiales para Marhuenda, Inda y Rojo), “Atlas de, por favor, váyanse todos al carajo de una vez”.
Truco o trato
En esta época del todo globalizado no me extrañaría que, por ejemplo, para compensar la exportación de la fiesta de Halloween a la antes llamada España Profunda, Jackson, la capital del Estado de Misisipi, decidiera importar, para el jueves anterior a Easter, la procesión de los empalaos, de la que Valverde de la Vera ostenta el copyright. Al fin y al cabo, también en esta tradición tan nuestra hay sangre, y la sangre (de verdad o de mentira) y el gusto por lo gore (incluidos los zombis) son unos de los componentes imprescindibles de todo truco o trato que se precie. Sangre, y mucha, produjo también el Terror, el tremendo fin de fiesta de la Revolución Francesa, antes de que Thermidor restaurara parcialmente, con su terror más blanco, el orden de los que acabarían volviendo a mandar. Pasado y Presente, la editorial con la que Gonzalo Pontón ha sabido quitarse la espina planetaria, acaba de publicar otro libro imprescindible, El terror en la Revolución Francesa, de Timothy Tackett, en el que se explica no sólo la mentalité que precedió al desencadenamiento de la furia purificadora, sino las fases y procesos que llevaron a que buena parte de los ciudadanos revolucionarios “llegaran a convertirse en terroristas”. Menos divulgativo, pero también con menor atención al detalle y la anécdota que El terror, los años de la guillotina (Edhasa), de David Andress, otro historiador británico (entre los intelectuales del otro lado del canal, incluyendo a Dickens, la época del Terror tuvo siempre un efecto mesmerizante), el libro de Tackett es la más solvente (y nueva) obra de conjunto sobre el periodo. Para los que quieran saber más sobre un asunto fundamental para la edad contemporánea (incluyendo el fascinante asunto de cómo la revolución acaba devorando a sus hijos), recomiendo dos libros que se centran más en los aspectos teóricos de aquella violencia revolucionaria: Las furias, violencia y terror en las revoluciones francesa y rusa (Universidad de Zaragoza), de Arno Mayer, y el aún no traducido La politique de la Terreur (Fayard, 2000), de Patrice Gueniffey.
Maestro
De la larguísima entrevista concedida por Vargas Llosa a Juan Cruz (que fue niño descalzo y ahora es abuelo bien calzado), me llaman la atención dos cosas. Una, la parcial descalificación de La casa verde (1966), una novela que, sin embargo, está entre las favoritas (junto con Conversación en La Catedral, 1969) de numerosos críticos y lectores; y lo hace a cuenta de un pretendido “engolosinamiento” con la forma, el lenguaje y la estructura de la historia. La otra sorpresa es que le sorprendiera el ruido mediático suscitado por esa nueva “relación” que le inspira a partes iguales entusiasmo y pasión juveniles. Es como si el maestro no hubiera caído en la cuenta del número de portadas, reportajes, chismes y hasta libros (en general, nada engolosinados) que ha suscitado su novia desde su irrupción en escena, a principios del último tercio del siglo XX, hasta la fecha. Y que, quizás con excesiva ingenuidad, no llegara a sospechar que esa mediática curiosidad se trasladaría ahora a la nueva pareja de la dama: él. Yo, la verdad, si fuera Pilar Reyes, su estupenda editora en Alfaguara (ahora Penguin Random House), trataría de ponerme en contacto con el ¡Hola! para reservar una página doble de publicidad para la semana antes de la publicación (marzo de 2016) de Cinco esquinas, la última novela (por ahora) del Nobel peruano. Y es que su actual relación le ayudará, sin duda, a ampliar —aún más— el círculo de sus lectores. Y lo hará aunque la novela resulte tan (felizmente) engolosinada como la que tanto llegó a gustarme.
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