La canción como arma de protesta
Un monumental libro repasa el impacto social de la música contestataria anglosajona De Billie Holiday a Woody Guthrie, pasando por Dylan, The Clash o Public Enemy
Cuando Billie Holiday cantó por primera vez Strange Fruit en el Apollo de Harlem, el hijo del propietario del teatro, Jack Shiffman, dijo: “No había una alma entre el público que no se sintiera estrangulada”. El cantante negro Josh White aseguró: “La música es mi arma. Cuando canto Strange Fruit me siento tan poderoso como un tanque M-4”. Aquello, ciertamente, no era una canción más. Tal y como la describió un periodista del New York Post: “Si la ira de los explotados llega algún día a arder en el Sur, ahora ya cuenta con su Marsellesa”.
Con su denuncia de los linchamientos a los negros en la Norteamérica de 1939, Strange Fruit es considerada como la primera canción protesta de la historia de la música popular en 33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta (Malpaso), el monumental libro de casi 900 páginas escrito por el crítico musical británico Dorian Lynskey, firma del diario The Guardian. “Es un comienzo natural porque fue cuando la canción pop abrazó enteramente la política”, explica Lynskey en conversación telefónica desde Londres.
Sucedió algo similar en 1944 con This Land is Your Land, de Woody Guthrie, que, agarrado a su guitarra con la inscripción “esta máquina mata fascistas”, decía que sus ojos eran una cámara que “tomaba fotos de todo el mundo”. Con su máquina, el músico podía llegar de forma más eficiente al ciudadano de a pie, en pueblos y carreteras secundarias, que, por ejemplo, los escritores. Al escuchar Tom Joad, la canción de Guthrie inspirada en la novela Las uvas de la ira, su autor, el premio Nobel de Literatura John Steinbeck, exclamó: “¡Maldito cabrón! En 17 versos ha pillado la historia entera que me costó dos años escribir”. Pero Steinbeck, admirador del aguerrido bardo, le reconoció su valiosa labor: “Canta las canciones de un pueblo y, en cierto modo, él es ese pueblo”. “Estas canciones hicieron colisionar tensamente el entretenimiento de los clubs y los escenarios con la realidad social más brutal o injusta”, apunta Lynskey.
La única en castellano: ‘Manifiesto’ de Víctor Jara
No están todos los que son, pero son todos los que están. De una escueta selección de 33 canciones se sobreentiende que faltan muchas obras de creadores importantes en la historia de la música popular. Dorian Lynskey lo sabe y reconoce que se ha centrado en el mundo occidental y la canción anglosajona, a caballo entre Reino Unido y Estados Unidos, pero no por ello ha obviado el espacio exterior. Se incluyen tres canciones fuera de ese límite: War Ina Babylon, de los jamaicanos Max Romeo and the Upsetters; Zombie, de Fela Kuti y Afrika 70, y Manifiesto, de Víctor Jara. "Son composiciones que tuvieron cierto impacto en el rock y el pop de nuestras sociedades", explica.
De esta forma, el único rastro de canción en castellano es la del cantautor chileno más internacional, asesinado por la dictadura de Pinochet tras el golpe de Estado de 1973. "Murió cantando. Fue víctima de una década desoladora en su país", apunta el escritor británico.
En España, la tradición de la canción protesta se puede encontrar desde la época de la Guerra Civil, pero algunos de sus precursores más conocidos se registran en los años cincuenta y sesenta. Uno de ellos es Chicho Sánchez Ferlosio, pero también están Paco Ibáñez, quien puso música a los poetas españoles de todas las épocas; Raimon o Mikel Laboa cantando en euskera. En una generación posterior figuran Lluís Llach, Pi de la Serra, Joan Manuel Serrat, Patxi Andión, Labordeta o Javier Krahe, entre otros.
De esa tensa colisión, generada entre el mundo del espectáculo y los acontecimientos políticos, sociales y culturales del último siglo, se nutre este concienzudo repaso que se centra tan solo en 33 canciones desde Strange Fruit hasta American Idiot de Green Day, la composición que le sirve de pretexto a Lynskey para analizar cómo era Estados Unidos en plena psicosis contra el terrorismo en la era de George W. Bush y observar qué papel desempeñaron distintos músicos en ese tiempo. “Mi intención ha sido hacer algo así como biografías de canciones”, dice. De hecho, es el gran triunfo de este libro: detrás de cada canción se despliega toda una época y un contexto político, social y cultural, haciendo de su ajustadísima selección un mal menor mientras prevalece una lectura apasionante del poder de la música para ser crónica humana y social, aunque sea muy difícil definir el concepto de canción protesta. “Bob Dylan se encargaba de recordar poco antes de tocar Blowin' in the wind que esa no era una canción protesta pero es imposible no reconocerle el efecto que tuvo. Me han interesado las que abren una puerta por la que se cuela el mundo exterior”, asegura.
De Dylan, epítome al respecto, se incluye Master of War (1963). Lynskey le concede el simbólico título de liquidador de la muy activista comunidad folk al dar el salto a la modernidad rock y pasar del “nosotros” al “yo”. Dylan le puso ganas a enterrar sus propias canciones protesta, pero como le respondió el incansable agitador Phil Ochs: “No puede enterrarlas. Son demasiado buenas. Y ya no le pertenecen”. Patrimonio popular también son otras que se analizan como Mississippi Goddam de Nina Simone, que en 1964 se enmarcaba en la lucha de Malcolm X por los derechos civiles mientras A Change is Gonna Come de Sam Cooke lo hacía en el discurso menos radical de Martin Luther King Jr, o White Riot de The Clash, tal vez la única banda del punk dotada de cierto heroísmo o como decía Joe Strummer: “No teníamos soluciones a los problemas del mundo, pero tratamos de pensar y nunca nos acomodamos”.
The Clash dejaron un legado potente a otras formaciones que se citan como U2, R.E.M., Manic Street Preachers o Billy Bragg, un estandarte del activismo que ha luchado siempre contra la “retórica vacua” y que reconoció que hay que “ceder el testigo al público porque sólo el público puede cambiar el mundo y no los cantantes”. Su reflejo norteamericano, al menos durante bastante tiempo, ha sido Steve Earle, forajido sin pelos en la lengua del que se incluye John Walker's Blues, que buscaba combatir la paranoia patriótica en EE UU tras los atentados del 11-S. “Las mejores canciones políticas son periscopios que nos permiten ver una parte de la historia”, reflexiona Lynskey. Eso, y algo más, como decía Billie Holiday cuando cantaba Strange Fruit, que algunos promotores quisieron prohibirla pero la diva tenía una cláusula que le garantizaba cantarla: “Podía distinguir a los imbéciles entre el público. Eran aquellos que aplaudían tras terminar de cantarla”.
Babelia
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