La novela, una atmósfera
Mateo Díez firma una coherente y hermosa reflexión sobre la creación y la cesión a los personajes del derecho a construirse. El libro ratifica su pacto vigente con sus fieles
Los dos textos que componen la última obra de Luis Mateo Díez tienen mucho en común aunque uno se subtitula “opúsculo” y el otro “inventario”. Ambos son breves y acogen una reflexión sobre su obra, aunque esta operación se nos presente transfigurada en una suerte de “estado de ficción”, más declarada en el primero, más sutil en el segundo. El café de Borenes podría estar en una ciudad de provincias como la que acoge La fuente de la edad y, como allí sucede, alberga una cofradía heterogénea y bulliciosa de contertulios. Estos dan en opinar sobre el mundo de las novelas, para congoja de su compañero Ángel Ganizo, el protagonista y víctima involuntaria, que es un veterano novelista en crisis. El “inventario”, que se titula ‘Un callejón de gente desconocida’, es, en cambio, una reflexión del propio narrador sobre su dilatado equipaje novelesco, que no ha querido desprenderse de aquel “estado de ficción” y cita ocasionalmente a alguno de los opinantes del café. Es evidente que Ángel Ganizo, el sufrido novelista, es un trasunto del autor, pero también lo es que su nombre se parece mucho al de Ángel Benuza, el más activo de los personajes que, en La fuente de la edad, salieron a buscar el manantial de la eterna juventud.
Los desayunadores del café, “unos seres que explayaban la necesidad de su amparo y la huida mental”, no hacen demasiado caso de las congojas de un novelista que les escucha y que siente que “se le iba la olla”, pero se las arreglan para poner en pie los incómodos fantasmas que le acosan. Lezama es el más locuaz y apodíctico y quizá —apunta el narrador— quien mejor representa a “un lector a la vieja usanza”. Por eso no acepta que compre una novela y lea un ensayo. O que todo lo que le ofrecen sea “ficción autista y complaciente”… Si lee novelas, no es para volver sobre lo que puede reconocer en sí mismo, sino para explorar lo que le es ajeno. Vericio, sentencioso siempre, dictamina cáusticamente, “novela y no vela; ni la mires ni la quieras”, porque también está harto de libros que el autor “amasa con harina de su propio yo”. Y todo, porque como apunta Silvia, la siempre oportuna, “nadie se resigna a que lo suyo no vaya a misa”. Ganizo se apura porque precisamente su última novela y la de mayor éxito ha sido su relato de índole más personal. Pero seguramente nunca ha dejado de ser fiel a la convicción —que pertenece al narrador general— de que “el Gran Relato atañe a lo que no nos pertenece, a las conquistas de lo que no somos, que siempre provienen de lo que inventamos sin soñarnos a nosotros mismos, aunque el camino de desprendimiento empiece en nuestro interior”.
Pero las charlas del café no son una requisitoria de Luis Mateo Díez contra las llamadas “autoficciones” o los textos que, por analogía, llamaríamos “narrativa de la experiencia”. Y tampoco ‘Un callejón de gente desconocida’ debe leerse como un alegato en defensa de su propia obra, sino como una coherente y hermosa reflexión sobre la creación de una atmósfera y la cesión a los personajes del derecho irrestricto a explorarlos y construirse sobre su fondo. Una novela es “culminar una obsesión” y una forma particular de generoso ejercicio de la propiedad porque “ser su dueño es también padecerla”. Cuanto escribimos en ella brota de una combinación de “imaginación” y “memoria”, y pronto se articula en virtud de la “palabra narrativa” (quizá el hallazgo hermenéutico más original y sabroso), que cabría definir como un estadio previo al lenguaje escrito: una suerte de articulación ideal del relato que contiene ya su magia contagiosa. Lo ilustra la historia de una ficción que nunca pasó del título, ‘La mano del sueño’, que conjuntaba una vieja experiencia de cuando era niño y la memoria pertinaz de un sueño enigmático: ese título es ya, por sí mismo, “palabra narrativa”, aunque no haya llegado a ser texto.
Quien tenga la fortuna de ser lector asiduo de Luis Mateo Díez devorará estas páginas que no se quejan de nada pero que ratifican el pacto vigente del autor con sus fieles. Quien no haya leído a nuestro autor, seguro que pronto se hace amigo de alguno de sus personajes extraviados que están a punto de encontrar su destino “a la vuelta de una esquina”: sabrá entonces —porque autor y lector tienen los mismos deberes ante la ficción— lo que es empezar por “andar entre ellos”, para luego “andar con ellos” y, ya al final, “andar en ellos”.
Los desayunos del Café Borenes. Luis Mateo Díez. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2015. 176 páginas. 17,50 euros.
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