Una guerra sin sangre
Estados Unidos y la URSS cambiaron en 1972 la locura de la guerra nuclear por un duelo brutal entre sus dos mejores ajedrecistas, Bobby Fischer y Borís Spassky, que centraron la actualidad mundial durante 52 días. Fischer y Spassky llegaron a Reikiavik (Islandia) pensando que iban a jugar un Campeonato del Mundo de Ajedrez, y sólo entonces se dieron cuenta de que era mucho más.
La partida comenzó el 11 de julio de 1972. Pocos meses antes de ese duelo, EE UU y la URSS firmaron el tratado de limitación de armas SALT 1, un reconocimiento implícito de la estupidez mutua: de haber encontrado mucho antes la manera de confiar en el otro y vigilarlo, podrían haber invertido esas ingentes cantidades de dólares y rublos en mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos.
En ese contexto, el 80% de los mejores ajedrecistas del mundo era soviético, y representaba una simbólica superioridad intelectual de la URSS. De pronto, como si les hubiera caído del cielo, en la Casa Blanca descubren que tienen un ajedrecista capaz de ganar a todos los comunistas. En realidad, a Fischer le importaba un comino el honor nacional que el presidente Richard Nixon le conminó a defender ante Spassky. Pero la situación era demasiado tentadora para que Nixon no la aprovechase.
Fischer murió, paranoico y muy infeliz, en 2008. Spassky vive en Moscú, postrado en una silla de ruedas pero con una salud mental aceptable a los 78 años, a pesar de haber sufrido un par de ictus. A veces surge la pregunta de por qué los ajedrecistas desequilibrados han sido más frecuentes en los países occidentales que en el antiguo bloque soviético. La respuesta puede estar en lo que observó este redactor en la URSS durante largos periodos en la década de los ochenta: la educación de los niños era muy buena. Los genios del ajedrez o del piano no podían desarrollar su talento por las tardes si no rendían bien por la mañana en Matemáticas, Lengua o Ciencias Sociales. La traumática paradoja es que esos jóvenes tan bien educados chocaban después con una sociedad corrupta, burocratizada hasta la desesperación y carente de libertades. En la obra de teatro Reikiavik (estrenada este miércoles en Madrid) se atisba todo eso. Y entre los muchos mensajes que deja en el espectador se incluyen estos dos: los gobiernos deben extremar el cuidado en la utilización de sus genios -Gasol, el catalán que da el oro a España-; y los niños prodigio deben ser integralmente educados como seres humanos, sin permitir que sólo sepan hacer muy bien una cosa, porque eso es una autopista hacia la locura y la infelicidad. El teatro, ese arte siempre en crisis que nunca desaparece, refleja todo ello, quizá mejor que ningún otro.
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