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El Evangelio según Carrère

Está a la cabeza del batallón de autores de ficción que dicen no escribir ficción. Con gran inteligencia narrativa

Que los textos sagrados son un filón narrativo lo saben los muchos creadores que han encontrado inspiración en ellos, y cualquier lector que haya abierto una Biblia. Enseguida nos viene a la mente el Evangelio de Saramago, o entre nosotros el José novelado por Martín Garzo y la más reciente fabulación de Menéndez Salmón con la infancia de Jesús.

Pero donde la mayoría de autores intuye una novela, llega Carrère y dice “¡alto ahí!”. Su mirada al Nuevo Testamento pasa por renunciar a la ficción (por supuesto que no, pero esa renuncia es parte del juego desde hace varios libros) y aplicar al cristianismo primitivo lo que podríamos llamar la “fórmula Carrère”, esa escritura personal que desde El adversario convierte sus libros en irresistibles: una bien medida mezcla de no-ficción, metaliteratura soft y autobiografía, aliñada con un ligero ensayismo, algo de humor y un estilo fluido y llano, intencionadamente alejado de la preocupación estilística de un Echenoz o un Michon. Una fórmula exitosa, que coloca a Carrère a la cabeza del nutrido batallón europeo de autores de ficción que dicen no escribir ficción.

El Reino, su nueva novela, comienza con un episodio íntimo de Carrère: su “conversión” al cristianismo 20 años atrás, cuando una crisis personal le hizo ser “tocado por la gracia”. Son 100 páginas que cobran sentido por lo que leeremos después, pero que arriesgan aquello que tanto preocupa al Carrère escritor: la verosimilitud. Es cierto que para el no creyente toda conversión tiene algo de increíble, pero la de este escritor, aunque real, resulta en un episodio algo forzado (además de efímero) y retrasa el momento en que El Reino enfoca su verdadero objeto (sí, esas maniobras de distracción y desenfoque son también marca de la casa).

Veinte años después, Carrère vuelve a los textos sagrados, pero ya no como creyente, sino como “investigador”, condición a medio camino entre el novelista y el historiador. Y dirige su interés hacia el Evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles, del mismo autor.

Ciñéndose al original, y apoyado en otros textos bíblicos, exegetas y fuentes historiográficas, el protagonismo recae inicialmente en Pablo de Tarso, que en manos de Carrère resulta arrollador, un visionario, un seductor (“un granuja”); un líder equiparado a un revolucionario o un directivo empresarial, comparando el cristianismo primitivo con el comunismo soviético o con una multinacional con franquicias por el Mediterráneo.

Pero Pablo acaba dejando paso a Lucas, el evangelista, y descubrimos que a Carrère no solo le interesan los orígenes del cristianismo, sino más aún la escritura de aquellos primeros textos decisivos para el futuro de la Iglesia.

El Lucas de Carrère, convertido en personaje de ficción (con perdón), y acompañado por secundarios como María, Nerón, Flavio Josefo o los apóstoles, es nuestro guía por el primer siglo de la era cristiana, de Jerusalén a Roma. Nos embarca en un turismo bíblico que bromea con las formas propias del péplum, reniega de las convenciones de la novela histórica y maneja referencias cinematográficas, despojando las escenas bíblicas de épica para narrarlas con sencillez y realismo.

El autor tensa hasta los límites el relato evangélico, y donde aquel no ilumina, ya lo hace él con su imaginación. Su compromiso no es con la historia de la religión, sino con la ficción: que su relato sea verosímil. Y maestro como es Carrère en el manejo de la información y de las expectativas, nos conduce hasta donde él quiere, no donde querríamos los lectores. Si en una página nos detalla hasta la forma en que “Pablo tragó saliva con dificultad”, en la página siguiente nos da con la puerta en las narices y renuncia a seguir contando: “No lo sé”.

Hasta que, ante la limitación de las fuentes, dice, “me lanzo solo”: “Soy a la vez libre y estoy obligado a inventar”. La parte final es puro vuelo: decide llenar una gran elipsis, los dos años que Lucas no cuenta en su Evangelio. Hace del evangelista un anacrónico reportero que visita los escenarios, entrevista a testigos, consulta escritos, tras los pasos de Jesúcristo. En un giro aún más audaz, convierte a Lucas en novelista. También el evangelista usa la imaginación, asimilada a la inspiración divina. Tras pasar el algodón narrativo al Evangelio o los Hechos, señalando hallazgos y errores de novelista, Carrère reivindica a Lucas como autor, con personalidad propia, frente a la idea de comunidad generadora de los textos.

Un Lucas que se parece mucho a Emmanuel Carrère. Como creador, pero también con sus dudas en materia religiosa y humana: un “tibio”, alejado por igual de los fanáticos y de los ateos que presumen de tener respuesta. Para Carrère, ser cristiano es ser agnóstico. No saber.

Pese a que su madrina Jacqueline advirtió al converso que no debía ser “demasiado inteligente”, El Reino de Emmanuel Carrère es una muestra de gran inteligencia narrativa, una obra escrita en estado de gracia.

El Reino. Emmanuel Carrère. Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2015. 516 páginas. 24,90 euros

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