El miedo y las prisas
Mientras una buena canción está sonando, es como si el tiempo se detuviera
A veces es complicado responder a preguntas sencillas. Yo me he pasado media vida titubeando cuando he tenido que explicar cómo me gano las lentejas. Porque tampoco es que me considere estrictamente un músico. Suelo responder que escribo canciones, porque de ellas dimana el resto.
Escribir una canción lleva su tiempo. Tengo la suerte de poder dedicarles la mayoría del que dispongo, así que constantemente estoy enredando con alguna. Soy consciente del privilegio del que disfruto, pero también de que, si tuviera que compaginarlo con otra profesión, el resultado final se vería seriamente afectado. Me he visto en esas más de una vez, así que sé de lo que estoy hablando. Las canciones, repito, se resentirían de manera sustancial.
Para empezar, la mayoría de ellas acaba en la papelera. Ya pueden la rima y la métrica ser perfectas, que si el instinto me dice que no va a emocionar a nadie, ese será su destino. Y vuelta a empezar. Casi todas han pasado por más de una versión previa. Las prisas, y más concretamente la indulgencia que acarrean consigo, son su mayor enemigo. Para escribir una canción has de armarte de paciencia. De hecho, es casi lo único que te piden. Paciencia sin límites y dedicación constante. En resumidas cuentas, tiempo.
Para escribir una canción has de armarte de paciencia.
En resumidas cuentas, tiempo
Pero la prisa, espoleada por la tecnología y la cultura del éxito, se ha instalado en nuestras vidas. Más que eficacia, lo que se exige es inmediatez. No se libran ni la información ni la cultura, que también, y de manera más grotesca si cabe, han adoptado el formato masivo y desechable. La confusión es tan generalizada que abre la puerta a la conjetura. Sólo un minucioso programa de inducción al borreguismo daría como resultado un panorama tan esperpéntico.
Incluso un concepto tan estrechamente ligado al lento discurrir del tiempo como es el de clásico se ve afectado por esta aceleración. Una de las más socorridas objeciones que los críticos musicales suelen poner a las nuevas obras de los artistas veteranos es la ausencia de clásicos. Muy certeramente, Los Deltonos, uno de los más sólidos referentes del rock en castellano, con más de un cuarto de siglo de carrera a sus espaldas, subtitularon uno de sus últimos trabajos con el muy irónico epígrafe “Contiene futuros clásicos”. Dieron en el clavo. Porque sólo el tiempo, en estrecha colaboración con el público, puede otorgar tan solemne atributo.
Michel Martín, uno de los mejores ingenieros de sonido de este país, me comentaba hace poco que la mayoría de sus alumnos se lleva las manos a la cabeza ante la idea de dedicar el primer día de grabación a instalar una microfonía coherente en el estudio. ¡Que se nos acaba el tiempo, maestro!, le suelen reprochar. El miedo, a menudo, se disfraza de prisa.
Mientras una buena canción está sonando, es como si el tiempo se detuviera. Esa especie de ingravidez es lo que persigo cuando escribo. Domesticar el tiempo, domar el misterio. Esa insensatez. Y el problema no son los leones. Nuestros mayores enemigos siempre serán las prisas. El miedo y las prisas.
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