Tipografía de los afectos
¿Por qué se terminan amores que parecían eternos? Gisela Leal responde con una serie de monólogos arrebatados en los que cada voz se distingue por un tipo de letra
El corazón es un músculo impredecible, a pesar de que sístole y diástole marquen el ritmo infalible de los amores posibles o imposibles. De eso y más parece saber Gisela Leal (Cadereyta Jiménez, México, 1987), que había llamado la atención desde la publicación de su primera novela, El club de los abandonados (2012), con la que se convirtió en la autora más joven publicada por Alfaguara, y ahora renueva párrafos y públicos que los lean con El maravilloso y trágico arte de morir de amor, una novela de 574 páginas que se multiplica en círculos concéntricos donde la escritura juega con la tipología de los personajes como con la particular tipografía que le asigna a cada uno de ellos: hay uno que se lee en Garamond, y otra que es Footlight, los hay de Bell Gothic Light y aparecen Octavio Paz en Berkeley y Julio Cortázar en EstaSmallCaps. Se trata de un juego pocas veces aprovechado por narradores (aunque quizá se haya leído entre poetas) donde el tipo de letra (y su tamaño) marcan la digestión misma de la lectura, y por ende, el decurso que da título a la obra: la tragicomedia —a la vez, maravillosa e intimidante— de literalmente morir de amor.
Gisela Leal parece privilegiar los monólogos de los personajes para la construcción de sus diálogos, y así hincar la observación de sus respectivas tramas sobre la cuadrícula verbal de sus soliloquios. José Cayetano de María (en Garamond), Nicolás Santamaría Sáenz (en Arial), Valentina Jaime de Alba (en Caliban) y Balbina de Quevedo Hass (en Cambria) son lanzados desde la primera página de la novela con la fecha y hora exacta de su nacimiento, y han de ser leídos sobre la delgada línea de sus existencias palpables con avatares verificables, situaciones inverosímiles o conjeturas probables de todas las venturas y desventuras que oscilan en torno a la vibración de sus vidas.
A veces, el lector queda invitado a un coro de silencios perfectamente audibles por tratarse de líneas reconocibles en la vida de todos, y en otras, la lectura se vuelve una peregrinación hacia la profundidad desconocida de los corazones ajenos, de tan ajenos raros para la mente hundida en tedios o rutinas. Se trata — aun hoy en el siglo XXI— del atrevimiento de Gisela Leal por poner en tinta la abierta declaración de los amores que van más allá de los límites convencionales, los afectos contrariados por los demás que no se fijan en colores de piel, diferencias de acento, distinciones de sexo o ingresos mensuales.
Aquí se lee de una mujer capaz de encandilarse con la belleza, embelesada por la belleza misma como parlamento constante de toda una vida tan sólo para averiguar como detective emocional por qué se pierden los amores que parecían infalibles y por qué no son eternos los instantes que así parecían mientras duró un beso. Guiada por un caudal de lecturas que apuntalan los motivos de su vocación, Gisela Leal evita la erudición y la pedantería y escribe con el desparpajo de saberse contadora de fábulas reales y efemérides de imaginación pura; al hacerlo, parece insinuar —sin recetarlo— ese arte efímero, fugaz y tan poco común de sentir la muerte por amor, aun sabiendo que la última página explota como el más insólito de los despertares.
Ya en cursivas o negritas, diminutas letras que parecen de las antiguas máquinas de escribir o navegables letras de una tipografía que parece llevar renglón incluido, la segunda novela de Gisela Leal parece con ello reproducir el volumen que define el término voz baja, el tono de quien habla con enojo, el momento en que una mirada se vuelve penetrante y el siglo que dura la duda de quien anhela de veras que el amor sea eterno, incondicional y tipográficamente palpable.
El maravilloso y trágico arte de morir de amor. Gisela Leal. Alfaguara. Madrid, 2015. 574 páginas. 22,90 euros.
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