La mansión que cambió el mundo
En Bletchley Park, las instalaciones que acogieron a la inteligencia británica durante la Segunda Guerra Mundial estuvieron en la penumbra hasta los noventa
Los trenes repletos de niños calientan motores en la estación de King’s Cross. Empieza la película The Imitation Game. Es 3 de septiembre de 1939. Reino Unido, por segunda vez en la vida de la mayoría de los británicos, está en guerra. Londres se prepara para el horror. Sufrirá escasez de alimentos. Perderá, entre muertos y evacuados, la mitad de su población. Será destrozada por 30.000 bombas que, en el otoño de 1940, arrojará sobre ella la aviación alemana. Miles de británicos y aliados acudirán a luchar en diferentes frentes de todo el mundo contra alemanes, italianos y japoneses. Pero es a otro frente al que viaja la película de Morten Tyldum. Un frente secreto que sería decisivo para el desenlace de la guerra y, de paso, cambiaría el mundo.
El primer día de las hostilidades, el 4 de septiembre de 1939, a 80 kilómetros al noroeste de la capital, un joven de 27 años entra por una verja de hierro verde en la mansión de Bletchley Park, cerca de Milton Keynes. En esta residencia de campo, construida en la segunda mitad del siglo XIX y adquirida por la inteligencia británica en 1936, la guerra se libraba contra el tiempo.
Los alemanes hundían los barcos que llevaban víveres a las islas. Inglaterra se moría de hambre. La bandera nazi ondeaba en más de dos docenas de capitales nacionales. Y un grupo de personas, comandado por Alan Turing, tenía la misión descifrar Enigma, el complejo sistema de encriptación de comunicaciones del Ejército alemán.
The Imitation Game se centra en la figura de Turing. Graham Moore situó su oscarizado guion, inspirado en un libro de Andrew Hodges, en dos planos temporales de la vida del matemático: su trabajo en Bletchley Park y su detención años después por homosexualidad, que desencadenaría en su temprana muerte. Pero es aquí, en Bletchley Park, donde se sitúa el eje de la narración. A Turing le gustaba resolver problemas. Y aquel era el problema más difícil del mundo.
El héroe decente
Esta sí que es una vida de científico peliculera. Alan Turing, el padre de la computación, conoció la gloria en secreto, tras una aportación decisiva para la inteligencia británica contra los nazis, y fue perseguido hasta la muerte, por homosexual, en el país al que sirvió.
Basada en el libro Alan Turing: The Enigma, de Andrew Hodges, The Imitation Game fue dirigida por Morten Tyldum y cosechó ocho nominaciones a los Oscar de 2014 —ganó el de mejor guión adaptado—, entre otros premios. Se mete en la piel del científico Benedict Cumberbatch, conocido por su Sherlock Holmes, y como este se muestra frío y calculador, irónico y misántropo, tan brillante como irritante.
No hay final feliz. Condenado por indecencia, obligado a la llamada castración química, Turing murió envenenado, en un aparente suicidio, en 1954, antes de poder ver cómo su impulso hacía posible la era digital. Su figura no fue rehabilitada hasta ¡2013! Cuántas atrocidades se han cometido en nombre de la decencia. También contra los héroes.
Ahí está, delante de sus narices. Con ustedes, Enigma. El grupo de jóvenes contempla una especie de máquina de escribir encima de una mesa.
—Es preciosa —dice Alan Turing, interpretado por Benedict Cumberbatch.
—Es la mano torcida de la muerte —corrige el comandante Denniston.
No era tarea fácil la que aquellos hombres tenían ante sí. Aquella máquina desplegaba 159.000.000.000.000.000.000 configuraciones posibles cada día. Diez personas comprobando una configuración al minuto cada uno, 24 horas al día, tardarían 20 millones de años en comprobar cada una de las configuraciones. Para repeler un ataque alemán había que lograr hacerlo en 20 minutos.
Y lo lograron. Con ayuda de una máquina que, de paso, cambiaría el rumbo de la historia. Descifraron Enigma y, según se calcula en la actualidad, acortaron dos años la guerra y salvaron cientos de miles de vidas. Los descifradores —y descifradoras: tres de cada cuatro eran mujeres— fueron, en palabras de Churchill, “los gansos que ponían los huevos de oro y nunca cacareaban”.
Bletchley Park se convirtió en una fábrica que recibía cada día miles de mensajes encriptados desde todos los frentes de la guerra y los transformaba en inteligencia militar. 24 horas al día, 365 días al año. Un sistema de producción masiva en el que trabajaban por turnos 10.000 personas, a las que había que alojar, alimentar y transportar en el más absoluto secreto. Aquí se produjo la falsa inteligencia que hizo creer a Hitler que el desembarco aliado sería en Calais y no en Normandía. Al terminar la guerra, los gansos de Bletchley Park volvieron a la vida civil con la orden de no mencionar nunca lo que habían hecho allí. Guardaron el secreto durante 50 años.
Cae una leve lluvia de verano sobre Bletchley Park. Centenares de turistas recorren las instalaciones que acogieron el centro de la inteligencia británica. Cuesta creer que hasta principios de los noventa este lugar era una especie de secreto. En 1992 se creó una fundación para evitar que la finca sucumbiera a la presión del mercado inmobiliario. En 1994, Bletchley Park abrió sus puertas como un modesto museo. Hoy, después de una inversión pública de ocho millones de libras, es una atracción turística que visitan 150.000 personas cada año. También Google y la empresa de seguridad informática McAfee han aportado fondos para preservar la memoria del lugar. Aquí construyó Turing su máquina universal, la madre de todos los ordenadores.
Un paseo de cinco minutos separa la desangelada estación de tren de la entrada a Bletchley Park. El interior es un regalo para los amantes de los espías y de las matemáticas. Dentro de los barracones que se levantaron en los jardines de la mansión para acoger a los descifradores, se recrean las espartanas condiciones de vida y trabajo de aquellos héroes anónimos. Las ropas, los muebles tristes, los papeles con anotaciones a lápiz, los ceniceros llenos. Las obras de restauración siguen en marcha, animadas por el creciente volumen de visitantes, y se prevé invertir más de 15 millones de libras en el parque en los próximos diez años.
Los británicos adoran a sus espías. Sus historias han alimentado la literatura y el cine de este país. Caballeros regidos por los excluyentes códigos de la alta sociedad, bebedores empedernidos, aventureros, sus peripecias, tan bien recreadas en libros como el reciente Un espía entre amigos (Crítica), de Ben Macintyre, causan deleite entre los británicos. La narrativa de la historia británica es la de un país que se defiende de invasiones extranjeras. Nadie pone en duda el papel de los servicios de inteligencia.
Descifraron Enigma y, según se calcula en la actualidad, acortaron dos años la guerra y salvaron cientos de miles de vidas.
Bletchley Park es uno de esos lugares que suscitan un respeto unánime. Aquí no hay lugar para ambigüedades. Reino Unido se enfrentaba a una amenaza existencial y estos interceptores de comunicaciones lo salvaron. Pero aquellos eran otros tiempos. Precisamente en dos de los barracones de Bletchley Park surgió el germen de lo que hoy es el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno (GCHQ, en sus siglas en inglés), la agencia de inteligencia de señales. Hoy vuelve a acaparar titulares después de las revelaciones de Edward Snowden y, más recientemente, por la pretensión del Gobierno de tener más acceso a las comunicaciones privadas de los ciudadanos en nombre de otra guerra, la llamada guerra contra el terrorismo.
Su amenaza contra el país no es tan directa como aquella, es de otra índole. Centenares de británicos acuden a luchar en las filas del Estado Islámico contra la sociedad que defendieron los descifradores de Bletchley Park. El Gobierno reclama más poderes para acceder a las comunicaciones de esos jóvenes, cuya radicalización se produce en Internet.
Ya no es Enigma. Es Facebook, es Twitter, es Youtube. El mundo surgido gracias a aquella máquina universal que ganó la guerra y que se inventó en Bletchley Park. El cacharro que inventó Alan Turing, un joven antipático, con nulas habilidades sociales, que en su corta vida cambió, dos veces, el curso de la historia. Porque, como le dice su compañero de colegio Christopher en la película, a veces es precisamente la gente de la que nadie imagina nada la que hace cosas que nadie puede imaginar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.