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IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Género negro

Hace muchos años que no vuelvo a aquellas novelas. El género policial, que me importó tanto en los primeros tiempos de mi vocación, se me ha vuelto lejano

Antonio Muñoz Molina
Humphrey Bogart en una escena de la película El halcón maltés (1941), basada en la novela de Dahsiell Hammett.
Humphrey Bogart en una escena de la película El halcón maltés (1941), basada en la novela de Dahsiell Hammett.

Una de las novedades de la cultura democrática que surgía en España desde mediados de los años setenta fue la relevancia de la literatura policial. Del espacio subordinado del género ascendió a una consideración idéntica o incluso superior a las formas más respetadas de la escritura narrativa. No sé ahora, pero entonces eso era una singularidad que no se repetía en otros países. En Europa, en Estados Unidos, con culturas literarias más asentadas que la nuestra, las fronteras de los géneros estaban muy marcadas. En una librería de París uno buscaba alfabéticamente a Georges Simenon más o menos entre Jorge Semprún y Claude Simon y no lo encontraba: el sitio de Simenon estaba en las estanterías dedicadas al género policial, no a la gran literatura, del mismo modo que en EE UU Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Patricia High­smith, para nosotros maestros insuperables, estaban y están relegados a la sección Murder & Crime, situada a una conveniente distancia física y cultural de la otra, Fiction & Literature.

En España casi todas las novelas de Chandler las publicaba Barral Editores en bolsillo, con las portadas negras y el lomo negro de las hojas, en imitación de la Serie Noire francesa, en la misma colección en la que aparecían grandes novelas literarias, libros de historia o de marxismo. Y a Dashiell Hammett muchos lo descubrimos en una colección igual de respetable, igual de decisiva en la formación de la cultura literaria del antifranquismo y la primera democracia, el Libro de Bolsillo, de Alianza, donde se notó siempre la influencia ilustrada de Javier Pradera. En Alianza se publicaban además, traídas desde la Emecé de Buenos Aires, las Selecciones del Séptimo Círculo, que habían dirigido durante años Borges y Bioy Casares. Esta era una colección de inclinaciones más británicas que americanas, con enigmas muchas veces tan cerebrales y geométricos como problemas de ajedrez. Pero en ella leí por primera vez La dama del lago, de Chandler, y algunos de los thrillers desquiciados y más bien paródicos de James Hadley Chase.

Unas pocas novelas de Cornell Woolrich son magníficas, y otras están demasiado hechas de estereotipos

Uno de los grandes descubrimientos de entonces, en Alianza, fue El cartero siempre llama dos veces, de James Cain. Cain escribía con la limpia velocidad de Hammett, pero agregaba a sus historias un elemento de fatalidad trágica y fiebre sexual que las hacía aún más atractivas, aun cuando repitiera tantas veces el mismo esquema narrativo. Años después que a Cain descubrí a otro novelista que aprendió sin duda mucho de él, y que a mí acabó gustándome más, Cornell Woolrich, que firmaba a veces como William Irish. Unas pocas novelas de Woolrich son magníficas, y otras están demasiado hechas de estereotipos y de una prosa atropellada y barata. Pero sus cuentos, los mejores, que son muy numerosos, estallan como disparos, como descargas eléctricas, como poemas de perdición y soledad ambientados siempre en la Nueva York sórdida de la Gran Depresión, en cafeterías y cines abiertos toda la noche, en hoteles para desahuciados y borrachos. Los cuentos de Woolrich/Irish los publicó también Alianza, en volúmenes delgados que permitían deslizarlos como revólveres en el bolsillo de un chaquetón, con portadas de Daniel Gil, todas y cada una de ellas memorables.

La fiebre policial alcanzó su temperatura más alta cuando irrumpieron las colecciones de Libro Amigo de Bruguera, las más baratas y descuidadas, impresas de cualquier manera, en hojas que se volvían rápidamente amarillas, en libros que se descuadernaban según iba uno leyéndolos. La deuda que los lectores de mi generación y de alguna más tenemos con Bruguera no podríamos pagarla nunca: empezamos a leer con los tebeos de Pulgarcito y Mortadelo y Filemón, seguimos con la Colección Historia, nos hicimos adultos con sus traducciones de prácticamente toda la literatura universal, la mejor y la pésima, en una gran catarata que alimentó después durante décadas los cajones de los puestos callejeros de libros de segunda mano. En Bruguera, bajo la dirección de Juan Carlos Martini, los últimos años setenta y los primeros ochenta fueron la edad de oro y de papel barato de las novelas policiales y de espías. Allí estaban los grandes nombres americanos y británicos, y también otros argentinos, como Osvaldo Soriano. Durante una época, cada semana, aparecía en los quioscos la portada con ilustraciones truculentas y muy atractivas de la colección Club del Crimen: Ellery Queen, Patricia Highsmith, Wilkie Collins, Raymond Chandler, Agatha Christie, Mickey Spillane, todos mezclados.

Se trataba de una forma narrativa a la vez firme y flexible, que permitía organizar un relato con más rigor que la sucesión

Manuel Vázquez Montalbán tenía ya en marcha su serie de Pepe Carvalho, que se hizo muy popular precisamente en esos años. En los tanteos de la cultura literaria que se estaba haciendo entonces, tan improvisadamente y con las mismas carencias que la democracia misma, el género negro nos parecía tan atractivo por dos razones: la primera, una forma narrativa a la vez firme y flexible, que permitía organizar un relato con más rigor que la pura sucesión, y con una claridad y una fluidez que solían estar ausentes en las novelas de intención experimental más celebradas entonces; la segunda razón era muy propia de una época en la que de pronto había libertad para contar los abusos, los horrores, los escándalos de la realidad inmediata: la investigación policial, y más todavía la del detective privado, ofrecían una metáfora perfecta de la búsqueda de la verdad y la justicia en un mundo corrupto. Se acentuaba, sin duda exageradamente, la carga de denuncia social en las novelas de Chandler y Hammett, confirmada por la militancia de este último en el Partido Comunista de Estados Unidos, incluso por su relación sentimental con Lillian Hellman. Que Hellman resultara ser una embustera desacreditada y el PC americano una secta diminuta y estalinista no importaba mucho entonces.

Tampoco la dosis de fantasía masculina de saldo que había en una gran parte de esas novelas, y más aún en las películas que inspiraron y de las que se alimentaron. El detective como un tipo duro que en el fondo es un sentimental, un borrachín entrañable, un noble perdedor, marcado por un pasado oscuro; la heroína que es tan traicionera como tentadora, etcétera. A Raymond Chandler, según se lee en sus cartas, lo entristecía la sospecha de que era muy difícil escribir gran literatura teniendo que someterse a los límites tan estrechos del género, a los estereotipos y lugares comunes que no estaba permitido evitar, al menos entonces, cuando él escribía. Eso dejando a un lado un problema añadido para el que escribe y lee en español: los amaneramientos del lenguaje forzados por las traducciones, agravados en nuestro país por la prosa de garrafa del doblaje. ¿Qué falta hacía, por ejemplo, traducir Farewell, my Lovely, por Adiós, muñeca?

Hace muchos años que no vuelvo a aquellas novelas. El género policial, que me importó tanto en los primeros tiempos de mi vocación, se me ha vuelto lejano, lo cual probablemente me impide descubrir a buenos novelistas que estén cultivándolo ahora. De vez en cuando hago el propósito de regresar a novelas que fueron gloriosas de leer para mí: El largo adiós, por ejemplo, para saber de verdad cómo está escrita. Lo que no he perdido es una ilusión de entonces: inventar alguna vez una trama policial luminosa, rápida, perfecta, como algunas de Bioy Casares y Silvina Ocampo, como una fábula entresoñada de Chesterton.

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