Valle Inclán despojado de leyenda
La biografía del escritor, ganadora del Premio Comillas, limpia su figura de las adherencias románticas que hicieron de él un manual de anécdotas y deshace falsos mitos
En la dedicatoria de Sonata de primavera (1904), Valle-Inclán se presenta como alguien “solo, altivo y pobre”. Pobre no lo fue casi nunca, y dejó de estar solo al casarse en 1907 con la actriz Josefina Blanco, aunque volvió a estarlo en sus últimos años, pues ella pidió el divorcio apenas aprobada la ley en 1932. Y sí, fue altivo sin interrupción, al punto de desperdiciar los momios que diversos gobernantes alfonsinos y republicanos le regalaron (catedrático de Estética, conservador del Tesoro Artístico Nacional, director de la Academia de España en Roma) en cuanto se percataba de que tales canonjías soloe pretendían desactivarlo.
La biografía de Manuel Alberca muestra a Ramón Valle Peña, o don Ramón María del Valle-Inclán, sin las adherencias románticas ni los aromas de leyenda que han hecho de él un manual de anécdotas y encarnación de esa coquetería wildeana que simula poner el genio en la vida y solo el talento en las obras. No en balde Valle, cuyo reaccionarismo le indujo a apoyar el carlismo, es el escritor moderno que ha ido más lejos en la tarea de inventarse. Para ello se dotó de un aspecto inconfundible cuando, decidido más bien a ser escritor que a escribir, llegó a Madrid “con cara de Cristo bizantino, adornada de lentes, melena merovingia”, sombreros de gaucho y cuellos inverosímiles (Ricardo Fuente). La estampa se completaría pronto con la manquera que le produjeron las heridas de una pelea a bastonazos con su colega Manuel Bueno. Si excepcionalmente aludía Valle a su mutilación, era para convertir en gesta cervantina aquella pendencia tabernaria, lo que obligaba a Benavente a pincharle el globo: “¡Ramón, Ramón, que no fue en Lepanto!”. Y si no era un bastonazo ajeno, era un pistoletazo suyo, como el que se disparó accidentalmente en un pie.
Ejemplo del choque con lo convenido y lo conveniente es el afán de sus personajes de perseguir lo vedado; así hace el Bradomín de las Sonatas con las mujeres con quienes ejerce el rito de la seducción. Incesto, lubricidad, satanismo: todo menos cordura, esa virtud mesocrática del “vulgo errante, municipal y espeso”, por decirlo con las palabras de Rubén Darío. Solo la enfermedad lo ató a la pata de la realidad, aunque también a ella le sacó partido, pues los derivados del cáñamo y del beleño con que aliviaba el dolor le inspiraron obras singulares (La pipa de kif o La lámpara maravillosa) y ayudan a explicar ciertas deformaciones expresionistas que tuercen el cuello del cisne modernista y están en la base del esperpento.
La acumulación de chismes dificultaba la captación de un genio en verso y prosa, ya en las languideces de Femeninas, ya en el chafarrinón de Tirano Banderas o Luces de bohemia, y hace por ello bienvenida esta biografía, distinguida con el Premio Comillas. Alberca ha sometido a escrutinio la madeja legendaria en la que se enredaron biógrafos anteriores, como el otro Ramón (Gómez de la Serna), que no cede a Valle en capacidad fabuladora. La espada y la palabra están asentadas sobre granito notarial, deshacen falsos mitos, sitúan a Valle en su nostalgia galaica y feudal y en su afición a la aparatosidad escenográfica (que le llevó a elogiar a Mussolini) y desmontan la idea de un lunático desentendido de toda preocupación económica. La tarea habrá sido ardua, pues el exceso de pacotilla mistificadora contrasta con la escasez de confesiones de un autor cuya fiebre de notoriedad iba unida a un pudor extremo. Azaña, que a menudo lo saca a pasear en sus diarios, escribió que “Valle-Inclán con nadie se confiesa, nunca declara su secreto sentir”. Razón de más para recomendar esta biografía.
La espada y la palabra: vida de Valle-Inclán. Manuel Alberca. Tusquets. Barcelona, 2015. 768 páginas. 26,90 euros.
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