Es que aquí siempre miramos de cabeza
Película neoyorquina de un director mexicano, la última cinta de González Iñárritu trata de la banalidad de la muerte con un humor tan negro que arde
Birdman es la película neoyorquina de un director mexicano. Es, al mismo tiempo, la más gringa de las obras de Alejandro González Iñárritu —por su casting y locación; porque se trata sobre Hollywood, Broadway y los superhéroes— y la que tiene un sabor y un olor más apegados a su país de origen. Birdman trata la banalidad de la muerte con un humor tan negro que arde, se regocija en el dolor, está obsesionada por la tirantez entre castigo y redención. Son todos asuntos tan intensamente mexicanos, que ahora que la vi por segunda vez no podía evitar imponer a Pedro Infante sobre la figura de Michael Keaton, ni pensar que esos monólogos duros y descoyuntados en que se alargan los personajes no son carverianos y minimalistas, sino su contrario: densamente rulfianos.
Creo que es en esa originalidad en la que radica el éxito de la película: un litro de mezcal minero en una de las odres más viejas del cine.
Las películas sobre Broadway han sido tantas que integran su propio género, como los westerns o las de gánsteres. Son tan antiguas como el cine sonoro: El cantante de jazz, de Al Jolson, estrenada en febrero de 1927, es al mismo tiempo el primer largometraje con sonido sincronizado y la primera película sobre un musical de Times Square. James Tarub cuenta, en The Devil’s Playground, que en el año 1933 hubo cuatro blockbusters, de los cuales tres eran pelis sobre Broadway: Footlight Parade, Gold Diggers of 1933, y la legendaria 42nd Street. Es en esta última en la que la modesta heroína Peggy Swayer, frente a la opción de flexibilizar su moral o fracasar en el teatro, dice una de mis frases favoritas en la historia del cine: “Por el momento van a tener que ignorar mis actos: estoy trepando una escalera”. La sentencia es un retrato de cuerpo entero del mundo de la Calle 42, de su trazo a finales del siglo XIX a nuestros días.
La parrilla de avenidas y calles de Nueva York llegaba, en la última década del siglo XIX, hasta un poco por debajo de donde hoy empieza Central Park —en la 59—. El alumbrado público, sin embargo, se terminaba, hasta bien entrada la primera década del siglo XX, en la plazuela que se forma en el cruce de la Octava Avenida y la 42, que fue bautizada como Times Square porque en esos mismos años The New York Times instaló sus oficinas ahí. Hay algo de marca de nacimiento y horóscopo en ese estar en el borde entre la luz y la oscuridad, en ser bautizada con el nombre de una corporación.
Times Square tuvo, durante todo el siglo XX, una condición excepcional dentro de la ciudad. Fue, sigue siendo, aunque ahora de manera estridente y sudorosa, un sitio al mismo tiempo ultravisible y borroso, tal vez borroso por su propio brillo, en el que lo marginal hace un embudo y se convierte en un centro y un negocio.
Admiración y envidia
Por Rocío García
"¿Quién le dio a este hijo de perra la tarjeta verde?". Fue el grito del actor Sean Penn al anunciar la victoria de Birdman en la ultima gala de los Oscar, donde la película de Alejandro González Iñárritu se alzó con cuatro estatuillas. Fue quizás un grito también de admiración y envidia al comprobar cómo un mexicano había sabido reflejar de manera tan brillante la más pura esencia del mundo del espectáculo en Broadway. Pocas veces se ha retratado el mundo de los superhéroes con más gracia y talento, sin olvidar la calidad de sus diálogos, la coreografía de ese maravilloso y eterno plano secuencia y el poderío de los personajes. Iñárritu tuvo la inteligencia de recuperar al primer gran Batman del cine, Michael Keaton, para interpretar a ese decadente actor de Hollywood. Queda claro que la comedia en manos del director de títulos tan dramáticos como Amores perros, 21 gramos, Babel y Biutiful, es todo un acierto.
En los años veinte se fundaron en lo que hoy es el Distrito del Teatro los primeros restaurantes exorbitantemente caros de la ciudad —a sus propietarios se les llamaba “los reyes de la langosta”, porque fueron los primeros en servirla—, y en los treinta fueron sustituidos por bares clandestinos tan sabrosos que siguen haciéndose películas sobre ellos. Los cines florecieron durante la guerra y tuvieron un apogeo en los cincuenta. En los sesenta y setenta, de quiebra financiera, los escenarios fueron ocupados por desnudistas de burlesque, y las pantallas, por una fiesta porno gay en la que se gestó la revolución sexual de la que seguimos disfrutando. Times Square es el batidillo de América: el lugar ideal, pensaba Allen Ginsberg, para “aceptar nuestra caída” entre “los chicos conductores de tractor que alcanzaron el fulgor de la morfina”. Es el sitio en el que se juntan los que llegaron ayer y los que van a estafarlos, la boca del infierno. A finales de los años noventa, la plaza fue recuperada para la mirada medrosa de los turistas a golpe de clausuras y arrestos. Se construyeron torres corporativas, subieron las rentas. Se reabrieron los teatros.
El set de Birdman es un sitio real y un escenario con prosapia. El St. James Theatre se inauguró en los tempranos años cuarenta con la versión dramática de Hijo nativo —la novela clásica de Richard Wright—, dirigida por Orson Welles. Ahí se estrenó el que tal vez sea el más popular de todos los musicales, al menos en Estados Unidos: Oklahoma!, de Hammerstein y Rodgers. Ahí tuvieron su primera temporada El rey y yo y Hello, Dolly! Ahí se estrenó Los productores, de Mel Brooks, y ahí Woody Allen fracasó con grandeza el año pasado con la adaptación musical de su película Balas sobre Broadway, que abrió en abril y cerró en octubre. El St. James está en la Calle 44, entre la Séptima Avenida y el cruce caótico y eternamente sobrepoblado de la Octava y Broadway. Está en el centro crítico de la urbe, en el corazón de la ciudad más ciudad del mundo. Un ombligo adocenado, pero ombligo a fin de cuentas.
Birdman funciona como una máquina de subvertir significados. Toma los tópicos gringos y los voltea, como si fueran un calcetín. Ve al revés, porque jala por el ombligo. Después de todo, es normal que Estados Unidos esté de cabeza para nosotros: los vemos de abajo arriba. No es ni una perversión ni un gesto resentido: ahí nos puso la Geografía —diosa brutal—.
La gracia de las películas de superhéroes descansa en la idea de que sí existen. Son excéntricos radicales que se han insertado en la normalidad de una ciudad y forman parte de la economía local, a pesar de su extravagancia —Superman, en la primera plana de los periódicos de Metrópolis con los calzones arriba de los pantalones, por ejemplo—. En una peli de superhéroes, el esquizofrénico ha transformado al mundo para que lo perciba como él se percibe a sí mismo. No es un héroe porque acabe con los villanos, sino porque impuso su subjetividad en el mundo objetivo de los demás. La Mujer Maravilla es una mujer que encontró un uso productivo para su locura. Ganó la discusión y, con ella, el derecho a andar siempre en traje de baño, lanzando gente como un vaquero suburbano.
Birdman también es una película de superhéroes, pero al revés. El justiciero es un loco que la ciudad no admite en su cadena productiva. La figura de Riggan —el personaje de Michael Keaton— es, al mismo tiempo, trágica y enternecedoramente cómica: él piensa que es un superhéroe, pero todos los demás creen que es un actor. La definición que acuñó Jack Kerouac para los tránsfugas de Times Square le cuadra con exactitud profética al personaje de González Iñárritu: es el “hijo del triste paraíso americano, fundido por la incertidumbre entre las ruinas de la civilización burguesa”. Es por eso que en su momento de crisis va, como Superman, en calzones, pero sin capa. Se le quedó atrás, atorada en la puerta del teatro: el único sitio en el que su locura es útil para la ciudad.
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