El punk “no es eso, no es eso”
John Lydon todavía aspira a la infalibilidad papal a la hora de decidir qué es punk y qué no
Es hasta enternecedor. Cuarenta años después de la formación de los Sex Pistols, John Lydon todavía aspira a la infalibilidad papal a la hora de decidir lo que es punk y lo que no. En La ira es energía resulta descorazonador el trato displicente hacia las Pussy Riot rusas, cuyo valor suicida imagino que resulta incomprensible para un exiliado británico en California.
Siempre ha sido así: las insurgencias juveniles se les escapan de las manos a sus creadores. El mismo Elvis Presley quería convertirse en un nuevo Dean Martin, con plaza tanto en Hollywood como en Las Vegas, mientras que buena parte del público escuchó en su música una llamada a la autonomía juvenil y la rebelión contra los mayores.
Los Sex Pistols canalizaban la frustración personal de Johnny Rotten pero no pretendían encabezar ninguna revolución. El asunto era tomar por asalto las listas de éxitos, con las armas típicas de la industria musical para adolescentes: barullo mediático, sonido provocador y look diferente (pero fácil de copiar). Hasta los politizados The Clash llevaban peinados y uniformes —la ropa a lo Jackson Pollock, por ejemplo— que gritaban algo así como “¿a que molamos?”. No debe extrañar: la Zona Cero del movimiento fue una boutique cara en el King’s Road londinense.
Si el punk adquirió una ideología coherente, fue esencialmente gracias a las cogitaciones de periodistas —desde Lester Bangs a Caroline Coon— forjados en las luchas contraculturales, veteranos capaces de descodificar una rebelión visceral en términos políticos. Esas preocupaciones apenas existían en la primera oleada de grupos punk. Una de las futuras señas identificativas, el DIY (do it yourself), fue articulada en fanzines. Pero ninguno de los rompehielos del punk londinense pensó seriamente en fundar sellos independientes: aparte de los Damned, todos ficharon por multinacionales.
Se construyó incluso un mito que explicaba a los Sex Pistols como respuesta a las políticas ultraliberales de Margaret Thatcher (en realidad, para cuando la Dama de Hierro se instaló en el 10 de Downing Street, ya hacía año y medio que los Pistols habían dado su último concierto). Conociendo la persecución de la policía y la prensa, alguien podía imaginar que Johnny Rotten dirigía una conspiración mundial contra el establishment. Y no: su famosa casa en Gunter Grove era la típica madriguera de rock star, donde se consumían todas las drogas y se procedía a la humillación ritual de los pardillos que allí caían.
Pero fue la versión vitaminada del punk, con esas excrecencias subversivas que Lydon considera “cosas de clase media”, la que arraigó. Llegó hasta la Llanada vitoriana, donde fascinó a un chaval de pueblo llamado Evaristo Páramos, que fundaría La Polla Records. Se instalaría en los barrios residenciales de Los Ángeles, mutando en la nihilista escena hardcore. En Washington se transformaría en el straight edge, subcultura casi monacal en su rechazo del alcohol y las drogas, volcada al vegetarianismo y comprometida con la defensa de los animales. Más allá del Telón de Acero, el punk autóctono rechazó totalmente al sistema comunista, sin más alternativas que el encastillamiento en las propias creencias.
Fenómenos todos que dejan indiferente a John Lydon. Tan consumado ególatra como jugador de ventaja, sus grandes polémicas le enfrentan con difuntos. En La ira es energía, no pierde ocasión de machacar a Malcolm McLaren, un desastre como manager pero que al menos intentó dar cierto barniz cultural a los Pistols. Igual con Joe Strummer, al que reduce a cantante de “eslóganes socialistas”. Está tan obsesionado por ganar las antiguas batallas que es incapaz de reconocerse como involuntario progenitor de la mayor insurgencia juvenil surgida a finales del siglo XX.
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