Nabokov se las sabía todas
Las cartas del autor a su esposa, chófer, asistente y cómplice revelan su perfil camaleónico
Las cartas del autor de Lolita a su adorada y explotada esposa, secretaria, lectora, chófer, asistente, mecanógrafa, editora y cómplice no tienen desperdicio, ya era hora de que se tradujeran, y constituyen una pieza clave del rompecabezas que contextualiza la vida y la idiosincrasia del impagable narrador ruso, ese malabarista de los juegos y las identidades, que manipulaba como bolas de colores sobre el fondo oscuro del exilio y de la supervivencia. Otras piezas esenciales son sus memorias falsas Habla, memoria (Anagrama. Barcelona, 1999) y el volumen de Stacy Schiff Véra. Señora de Nabokov (Alianza. Madrid, 2002), la biografía completa y aguda de la destinataria de las cartas que nos ocupan, el amour fou ma non troppo del bueno de Vladímir que, atlético como era, supo nadar siempre entre dos, tres y hasta cuatro aguas, no en vano cruzó el Atlántico.
Se las sabía todas. Y en este epistolario, que traduce la edición de Penguin Classics publicada el pasado septiembre, como un artista capaz de actuar en varias pistas de circo a la vez, Nabokov revela su condición polifacética, camaleónica. Héroe romántico de novela del XIX. Coleccionista de fruslerías. Implacable observador del mundo, como le corresponde a un naturalista y cazador de mariposas. Entrañable dibujante de coches y trenes para su hijito Dmitri al final de la página. Chancero (“Cachorrilla, prométeme que nunca, nunca cenaremos salchichas”, le escribe en 1926 al sanatorio en el que Véra estaba interna, como lo estuvo en el de Wald en Davos la esposa de Thomas Mann). Adulador incorregible (“Te amo, mi minina, mi vida, mi vuelo, mi flujo, perrita”, le escribe en julio de 1926, como Humbert Humbert escribirá más tarde “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas, mi pecado, mi alma…”). Poeta, en versos que desperdiga a lo largo del epistolario, y en prosa: describe una taberna rusa de Marsella —“de la calle llegaba un frescor acídulo y el rumor sordo de las noches portuarias”— no como lo hubiese hecho Zola, sino confesándole a Véra enseguida que se sabe de memoria los poemas de Ronsard; y recurre a las imágenes como recurre un náufrago a una tabla, “hace sol y hiela, por lo que la nieve en los tejados parece una violácea capa de gouache”, escribe desde Praga en 1926.
Autor de crucigramas —que plantea moviendo las palabras como fichas en un tablero de su querido ajedrez— y de acertijos que los editores resuelven para el lector más curioso. Políglota cosmopolita y un lenguaraz animal social (“Todo un éxito. Estaba Michaux. Me hice muy amigo de la editora de Joyce, una lesbianita petulante”, escribe en 1937 en un París todavía libre y libérrimo). Y un gigantesco egocéntrico, a pesar de que, con casi 40 años, le confiesa a Véra en febrero de 1937 su ilusión por ser recibido por fin en París por el gran Gallimard. El volumen de Cartas a Véra, que cubre sobre todo las décadas anteriores a su exilio americano, y que exhibe la impostura del artificio y cierto hedonismo lúdico, se adereza con un aparato de notas y textos complementarios entre los que destaca un preliminar del profesor Brian Boyd, el autor de los volúmenes Vladimir Nabokov. Los años rusos (Anagrama. Barcelona, 1992) y Vladimir Nabokov. Los años americanos (Anagrama. Barcelona, 2006), otras dos piezas imprescindibles para armar el puzle biográfico del temible burlón que escribió Pálido fuego y que ni siquiera siendo septuagenario dejó nunca de ser un joven vanguardista.
Fue Véra una mujer con arrestos, que parece que condujo alguna vez uno de los Ferrari de su hijo y que nunca estuvo para muchas lolitas y, sin embargo, se diría que en sus cartas Nabokov la convierte en un alma cándida… Y es que también las cartas privadas son un género de ficción en manos de un artista.
Cartas a Véra. Vladímir Nabokov. Edición de Olga Voronina y Brian Boyd Traducción de Marta Rebón y Marta Alcaraz. RBA. Barcelona, 2015. 738 páginas. 20 euros.
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