Fuenteovejuna
La obra que presenta el Teatro Real no es una ópera al uso
Cuenta la leyenda –difundida probablemente por él mismo– que George Gershwin solicitaba clases particulares a todo compositor clásico que se cruzaba en su camino, llamárase Alban Berg, Maurice Ravel, Edgard Varèse o Igor Stravinski. En su país, la música que hacía era considerada de segundo rango y Gershwin anhelaba situarse a la altura de sus modelos. Es como si los musicales se le hubieran quedado pequeños y aspirara a que sus partituras sonaran también en salas de concierto y teatros de ópera. Pero Porgy and Bess siempre será una invitada extraña al lado de Mozart, Verdi, Wagner o el propio Berg, cuyo Wozzeck estudió Gershwin en profundidad. Los lenguajes armónicos de una y otra son muy diferentes, por supuesto, pero varias de sus estrategias dramático-musicales son idénticas. Sin necesidad de clases formales, el americano aprendió del infalible instinto teatral del europeo.
Porgy and Bess no es, por tanto, una ópera al uso y el más flaco favor que puede hacérsele es interpretarla como si lo fuera. Gershwin sobrevivió menos de dos años a su estreno y ha debido de removerse en la tumba al ver lo que intérpretes (clásicos), familiares (voraces), críticos (parciales) y abogados (insaciables) han hecho luego con su criatura, hoy con su título convertido cómicamente en marca registrada y con autoría de –los contratos mandan– The Gershwins’, una quimera legal que agrupa a compositor y libretistas. Pero nada de ello ha podido con la vitalidad que se escapa a borbotones de una ópera que tardó en llegar a Europa (Copenhague, 1943, ¡en danés!) y que no ha dejado de desconcertar a sus oyentes, que no saben dónde encasillarla y si escucharla con los mismos oídos que prestan a Puccini o con la actitud relajada y complaciente con que disfrutan de un musical de Irving Berlin.
PORGY AND BESS
Música de George Gershwin. Con Xolela Sixaba, Nonhlanhla Yende, Mandisinde Mbuyazwe, Miranda Tini y Luhkhanyo Moyake, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Tim Murray. Dirección escénica: Christine Crouse. Teatro Real, hasta el 10 de julio.
Porgy and Bess es una ópera folclórica negra compuesta por un blanco y, como todo producto folclórico, el protagonista último es el pueblo, aquí la comunidad de Catfish Row, un humilde arrabal negro en Carolina del Sur. Sus características invitan a que sea interpretada por una compañía itinerante: negra, por supuesto, como también estipulan los contratos (los únicos blancos en el Teatro Real son monjas, policías y, de nuevo, abogados). Y es así como ha recalado en Madrid la Cape Town Opera, un colectivo que la ha paseado por medio mundo pero que, asombrosamente, sigue siendo capaz de darle vida con la frescura y la entrega de la primera vez. La puesta en escena es sencilla, a veces algo primaria (Bess deja súbitamente la minifalda, las botas de tacón y el pelo suelto por el mandil, las zapatillas y un recogido), pero eficacísima, con actuaciones muy creíbles y momentos especialmente bien resueltos, como el asesinato de Crown y toda la escena final. Aunque se trata de un empeño colectivo en el que los egos se disuelven –todo parece cosa de Fuenteovejuna–, es justo destacar la formidable actuación de Xolela Sixaba como Porgy, perfecto en su papel de tullido obligado a desplazarse de rodillas o sobre una pequeña tabla con ruedas. De voz recia y rocosa, no es el más sutil de los cantantes y a veces sustituye extrañamente el Gullah original por inglés ortodoxo (“nothing” en vez de “nuttin”), pero en su Porgy confluyen verazmente el moderno Cristo, el embaucador, el jugador, el asesino y el amante capaz de peregrinar hasta Nueva York, la moderna Jerusalén, para recuperar a su Bess. A esta última le dio vida Nonhlanhla Yende, mucho mejor en su papel de chica mala que de mujer virtuosa, con bajos poco intimidantes pero buena línea vocal. Y mención especial para la Maria de Miranda Tini: fresca, descarada, indomeñable y con un torrente de voz libre y carnosa.
Al británico Tim Murray, el director musical, cuesta imaginarlo asociado, por ejemplo, a I got rhythm, una de las grandes canciones de Gershwin. Insulso, rígido, pegado a la letra, con un cero rotundo en swing y fluidez rítmica, sólo tuvo la virtud de no tapar a los cantantes, aunque a costa de convertir a la orquesta en una convidada de piedra, en su triste y doble sentido. Menos mal que el coro y todos los cantantes surafricanos –aplaudidísimos– suplieron arriba todo lo que no llegaba desde el foso con su generosidad y desparpajo, aprovechando toda la libertad que da Gershwin a los cantantes para moldear y reinventar esta música eternamente renovable.
Babelia
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