Luis Magrinyà: “Prefiero una prosa neutra y desafecta”
El escritor muestra en 'Estilo rico/estilo pobre' algunos de los despropósitos en los que incurren los que quieren hacerlo bien cuando se ponen a escribir
Todos aquellos que se lanzan a escribir unas líneas procuran hacerlo de la mejor manera posible. Pero no siempre aciertan. El afán de impactar, el gusto por determinadas palabras, la abusiva utilización de giros… o lo que sea: a poco que uno sea consciente está ya embarcado en el afán por tener un estilo. Luis Magrinyà (Palma de Mallorca, 1960), escritor de ficciones —Habitación doble (Anagrama) es su último libro— y editor (en Alba), llevaba ya tiempo observando cómo se materializan las cosas que cada plumilla considera que quedan bien. Y un buen día se puso a ordenar sus consideraciones, llenas de humor e ironía, de sutileza y contundencia, y las fue publicando por entregas, primero en El Diario y luego en la edición digital de EL PAÍS. Ahora las ha reunido en Estilo rico/estilo pobre, y esta entrevista, para evitar los deslices que disecciona en su libro, se hizo por correo electrónico.
PREGUNTA. ¿Por qué le dio por ocuparse del estilo?
RESPUESTA. Me voy a poner supercursi, pero este libro es algo que hacía muchísimo tiempo que llevaba dentro. Es ante todo un libro de experiencias y, en este sentido, y en tantos otros, como en el trabajo de observación y composición, no lo distingo de cualquier libro de ficción que haya o hubiera podido escribir. Es el resultado de bastantes años de estudiante, lector, escribiente, lexicógrafo y editor, de todo lo que me ha ido saltando a la vista en mi experiencia en esos ámbitos: principalmente, la loabilísima voluntad de estilo que tenemos a la hora de escribir y la cantidad de recetas, conscientes e inconscientes, ingeniosas y trilladas, que aplicamos para hacerlo bien. En parte, el libro es una especie de registro crítico de esas recetas.
P. ¿Dónde ha encontrado las meteduras de pata más llamativas?
R. Sin pretenderlo realmente, me ha salido un libro que trata casi más de literatura que de lengua. Una de las cosas que siempre me han llamado la atención es la carpintería de los diálogos en las novelas, donde la profusión inaudita de verbos que significan decir (“arguyó”, “aseveró”, “espetó” y mil más) con tal de no decir “dijo” es muchas veces disparatada. Pero no solo eso: toda esa gestualidad repetida (“miró fijamente”, “se encogió de hombros”, “arqueó un ceja”, “respiró entrecortadamente”…) a menudo revela, más que tics lingüísticos, todo un catálogo de pegotes narrativos que podría llevarnos a plantear la credibilidad del mismo diálogo como “recurso”.
Me resisto a admitir como una fatalidad las expresiones lingüísticas que no son más que manipulaciones ideológicas”
P. Se ha fijado en las palabras y en la manera de colocarlas una detrás de otra, ¿pero dónde cree que está lo verdaderamente importante en una obra literaria? Borges contaba que llegó un momento en que renunció a las sorpresas de un estilo barroco y a los finales imprevistos y que prefirió dedicarse a la preparación de una expectativa o un asombro. ¿Qué papel juega el estilo en el marco de una estrategia narrativa?
R. Oh, ¡supongo que mucho! Y ¡tantas veces en sentido contrario! Imagino que cada plan requiere su estilo y que es trabajo del estilista encontrarlo, no perderlo y que tampoco se le vaya de las manos. Y es posible que cada historia tenga su género y que la gracia esté en saber identificarlo. Desgracia, de Coetzee, por ejemplo, me parece un ejemplo de género sobredimensionado y mal elegido; a mí las desventuras de un profesor de universidad a raíz de sus vicisitudes con una alumna me dan para una comedia, no para una tragedia histórica. Personalmente, como yo en la literatura busco ideas, y quizá una historia, nada más, prefiero una prosa neutra y desafecta, con complicaciones pero funcional, ajena a la creatividad lingüística, con la cadencia mínima y por supuesto nada sonora.
P. Otro asunto es el de la traducción. Es habitual considerar que hay algunas zonas oscuras, y que no hay forma de trasladar determinadas cuestiones de una lengua a otra.
R. Llevamos varios siglos de desconfianza en el lenguaje humano, que en el XX se acentuó particularmente, y es algo que no solo afecta a la traducción. Por ejemplo, esa tendencia quejosa a considerar que hay experiencias, cosas —o palabras en otro idioma— que no pueden expresarse, o traducirse. Algo tan terrible o intenso o sutil que queda fuera del alcance de nuestra lengua maldita y lisiada. Esto va al menos desde la célebre Carta de lord Chandos hasta la psicodelia. Yo, francamente, no me lo creo. Pienso que parte de una especie de mito edénico donde el lenguaje tendría una relación natural y leal con las cosas, y de la consecuente decepción, para mí digna de mejor causa. Es posible que en un idioma no haya palabra para una cosa, o que no la haya en un idioma para una que existe en otro; pero, si no hay una, a lo mejor hay dos, o tres, o una oración o todo un párrafo; y, si no, nos sentamos, lo hablamos, nos miramos, hacemos gestos, nos tocamos…, y estoy seguro de que así lo resolvemos. Estoy totalmente en contra de hacer un drama de los fenómenos lingüísticos.
Llevamos varios siglos de desconfianza en el lenguaje humano, que en el XX se acentuó particularmente, y es algo que no solo afecta a la traducción"
P. ¿Y el poder? ¿No pensamos y nos comportamos en función de latiguillos que el uso de la lengua nos da servidos?
R. Esa es otra vertiente de la desconfianza, la —digamos— política. Lo que decía Victor Klemperer de la lengua del Tercer Reich: el lenguaje piensa, habla por nosotros. Interiorizamos, automatizamos expresiones lingüísticas que no son más que manipulaciones ideológicas. La escuela lingüística de la pragmática permitió hacer una distinción esencial entre significado y sentido (el significado de “hace calor aquí” es el que es, pero su sentido puede ser “enciende el aire acondicionado”) y observó que rara vez un enunciado es puramente descriptivo. La teoría de género vería después cómo un enunciado como “eres un niño” o “eres una niña” puede formularse o entenderse como un imperativo, una orden (“¡sé un niño!”, “¡sé una niña!”). Todas estas ideas no solo son razonables, sino, estoy convencido, ciertas. Pero me resisto a admitirlas como una fatalidad.
P. ¿Qué hacer, entonces, contra esas imposiciones?
R. Creo que es posible poner trabas a estas manipulaciones, sacar a la conciencia lo inconsciente, resignificar, citar en vez de decir, parodiar, contraatacar, educar en la constitución puramente convencional del lenguaje. Y todo esto mediante el mismo lenguaje. ¿Qué otra cosa es buena parte de la literatura? Fíjese en esta frase de un joven poeta, Óscar García Sierra: “Creo que me siento solo, pero necesito una segunda opinión”; y fíjese en el partido que se saca ahí de una expresión manida, puro discurso repetido, como es “segunda opinión”, simplemente recolocándola fuera de su contexto habitual… y ¡revelando espléndidamente su condición de convención!
P. Por lo que veo hay salidas para dinamitar las trampas en las que nos meten las palabras…
R. El lenguaje humano está preparado para alcanzar unos niveles de sofisticación extraordinarios. Y no hace falta ir a la literatura. Pensemos en el lenguaje del ligue: todo ese decir sin decir, esas insinuaciones, esos rodeos, esos sobreentendidos o dobles sentidos, ese trabajo portentoso del ingenio… o, si hay acuerdo para jugar a eso, ¡esas guarradas! ¿No es sencillamente maravilloso? En fin, que soy totalmente partidario de una consideración optimista del lenguaje humano… y, ya de paso, de las guarradas.
P. En uno de sus pecios, Ferlosio comenta que los hallazgos realmente felices de una obra literaria no son producto de la elaboración, sino que irrumpen por azar, y destaca una ocurrencia de Cervantes (“la más amorosa expresión de gratitud carnal que pueda concebirse en prosa castellana”, escribe): “Lavar quiero a un galán las pocas barbas que tiene con una bacía llena de agua de ángeles, porque su cara es como la de un ángel pintado”. Me gustaría, para terminar, que nos regalara un par de este tipo de perlas.
R. Una puede ser del mismo Ferlosio, una cita con la que encabecé uno de mis libros: “… y en cuanto al afirmar en redondo, ¿cómo que ‘en redondo’? ¡Ni en redondo ni en cuadrado ni en triangular ni en nada!” (es de Esas Yndias…). Otra la sacaría de Los hermanos Karamázov, que tiene uno de los narradores más brillantes, parlanchines y desatados de la historia de la novela. Por ejemplo: “Y hasta empezó a gimotear. Era un sentimental. Era malvado y sentimental”. Y en la página 972, donde llega a decir: “Pero no voy a describir los detalles”.
Estilo rico/estilo pobre. Luis Magrinyà. Debate. Barcelona, 2015. 224 páginas. 19,90 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.