Colección y relato
Todo el que quiera conocer la historia de la Barcelona burguesa deberá pasearse por el MNAC
Las colecciones de los museos son una especie de relato: a través de sus presencias y ausencias se habla también de la historia de un país, de las relaciones desde dentro y hacia fuera. Ocurre con las colecciones estadounidenses del siglo XIX, donde abundan los cuadros impresionistas franceses debido a la influencia de Mary Cassatt, quien convencía a sus amigos de la alta sociedad bostoniana para que compraran cuadros a sus amigos bohemios parisienses. Eran los años del principio del coleccionismo privado, el final de los grandes mecenas —aristocracia e Iglesia—, la consolidación de la burguesía, la internacionalización del arte…, fenómenos que se vivieron de forma muy colateral en la España de finales del XIX y principios del XX. Tal vez por eso son tan escasas las representaciones impresionistas francesas en los museos del Estado: es casi imposible encontrar un monet o un mary cassatt —salvo en el Museo de Bellas Artes de Bilbao— en los museos nacionales históricos.
Lo mismo ocurre con el arte de las vanguardias del XX. Sucede incluso con artistas nacidos en el propio país — dejando a un lado los museos monográficos de artista—, debido a los largos años del franquismo y su obsesión por apartar de la cotidianidad todo lo que no fuera acorde a sus (dudosos) gustos artísticos y morales —Picasso podría ser un buen ejemplo—. A esto hay que sumar la forma desigual en la que las vanguardias llegaron a las ciudades del país, calando de manera más honda en aquéllas con una tradición burguesa más consolidada. De cualquier modo, incluso en esos casos se trata sobre todo de nombres nacionales, siendo la representación de otros países escasa.
Y es aquí donde se plantea una cuestión básica enraizada con la organización de las colecciones públicas de arte de finales del XIX y del XX. ¿Merece la pena empeñarse en hacer una colección “internacional”, que va a ser siempre de segunda categoría porque las mejores obras no están a la venta o son difícilmente accesibles? ¿No es mejor concentrarse en “lo local”, que permite al visitante ver algo que solamente en una determinada ciudad puede ver y que organiza un maravilloso relato particular?
Es lo que ha ocurrido en la actual instalación del Museo Nacional de Arte de Cataluña de la mano del conservador jefe Juan José Lahuerta, quien ha sabido aprovechar lo que “había” en el museo para volver a narrar el relato de un modo insospechado y radical se diría, poniendo en valor una colección que a muchos había pasado casi inadvertida. No se trata de grandes nombres o grandes estilos al uso —de eso ha huido Lahuerta, uno de los más lúcidos intérpretes de las vanguardias históricas, que engarza aquí muchos de sus temas favoritos, como hizo hace años en la brillante monográfica de Gaudí—. Es, más bien, un modo de descubrir la historia acallada, la que empieza en Barcelona durante la Exposición Universal de 1888, momento en que comienza una colección que poco a poco va acumulando narraciones. Pese a todo, no quiere esto decir que en medio del conjunto de relaciones originales y piezas variadas —fotos, carteles, muebles, cine, escultura, como esos bustos de burgueses que dan la espalda al espectador con la ironía típica del pensamiento del comisario— no encontremos a Casas, Anglada, Gaudí, Jujol o hasta un curioso cuadro de Munch. Se trata, pues, de una apuesta inteligente que podría ser punto de reflexión para otros museos: todo el que quiera conocer la historia de la Barcelona burguesa —y bohemia— en el cambio de siglo deberá pasarse por el MNAC. Mucho mejor esa opción, me parece, que tratar de competir en territorios imposibles como se trata de hacer en otros museos.
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