¿Es lícito que un autor retome un personaje creado por otro?
Resulta cada vez más frecuente utilizar personajes-mitos de la literatura para continuar sus historias en busca de un público al que se supone previamente entregado a la causa
Resucitar a los muertos
Por José María Guelbenzu
Es verdad que de un tiempo a esta parte resulta cada vez más frecuente e inquietante el afán por utilizar personajes-mitos de la literatura para continuar sus historias y aventuras en busca de un público al que se supone previamente entregado a la causa de la resurrección. La moda y su secuela la iniciaron los herederos de Margaret Mitchell para continuar la historia de Scarlett O’Hara (Scarlett, encargada a Alexandra Ripley, una suerte de competente maruja literaria); desde entonces no hemos parado. Hay dos variantes de uso de personaje ajeno: una, la que persigue reeditar al personaje en su ambiente; otra, la que utiliza personajes ya consagrados por el tiempo para sacarlos de su medio y someterlos a toda clase de vejaciones (Pride and Prejudice and Zombies; Sense and Sensibility and Sea Monsters y tantos otros....) o manipulaciones, so pretexto de una aparente originalidad que, en el mejor de los casos, se queda sólo en pura ingeniosidad (los diversos libros que han tomado prestado a Sherlock Holmes).
La culpa de esta moda no la tienen los escritores, sino la codicia de los herederos"
La primera variante, al menos, trata de mantener una dignidad en el encargo; conscientes de que se trata de volver a lanzar a un mito literario, los editores y/o herederos se han molestado en buscar garantías. Así, el resurgir de James Bond se encargó a William Boyd, un excelente escritor británico con buen sentido del humor. Lo mismo vale para Los crímenes del monograma, donde reaparece Hercule Poirot de la mano de Sophie Hannah, una competente autora de best sellers. Pero lo más llamativo ha sido la resurrección de Philip Marlowe. Se diría que los personajes de corte sentimental o policiaco son los más demandados para estas operaciones necrófilas. En el caso de Marlowe se ha ido a por todas: el encargo se hizo a uno de los mejores novelistas contemporáneos, John Banville, quien lo aceptó bajo su seudónimo de Benjamin Black (muy en la tradición oxoniense de esconder el nombre real del autor para encabezar una novela criminal). Hay que reconocer el esfuerzo notable aplicado a las tres mencionadas, todas ellas muy pegadas al original, aunque quizá el que haya intentado otra distancia sea Boyd, lo cual es loable; Black resucita a un Marlowe muy creíble, y el nuevo Poirot no decepciona, pero…
El problemas de todas estas versiones (y de las que vendrán, supongo) es que les falta alma, pátina y la empatía original, porque carecen de la “mano” de quien los creó. No deja de haber un punto de frialdad, en el personaje y el escenario, que es el que diferencia la autenticidad de una buena copia. Pero no es a los continuadores a quienes hay que hacer reproche alguno: la oferta es una tentación difícil de superar para un buen ego y todo buen lo tiene. La verdad es que el origen de esta moda (?) es la codicia o la necesidad de los herederos que, habiendo prescrito los derechos de propiedad intelectual, pretenden seguir exprimiendo a la noble vaca. Las cartas sobre la mesa.
José María Guelbenzu (Madrid, 1944) es escritor y crítico literario. Su último libro publicado es la novela Nunca ayudes a una extraña (Destino, 2014).
Literatura corrupta
Por Cristina Morales
En la introducción a El Verbo se hizo sexo, novela nunca reeditada de Ramón J. Sender basada en la vida y obra de Teresa de Jesús, el autor declara lo siguiente: “No me he propuesto al decir ‘el Verbo se hizo sexo’ rebajar al Verbo, ni a la santa, sino en todo caso elevar al sexo, que tanta importancia tuvo en el misticismo (…)”. El lugar desde el que en 1931 Sender, anarquista de vanguardias, recrea y glosa los textos y vivencias de Santa Teresa, carmelita nacida en 1515, es el de la reivindicación carnal e intelectual del legado teresiano, legado que en la época de Sender como en la nuestra se encuentra insoportablemente dominado por la crítica literaria y la teología más reaccionarias o, cuanto menos, gazmoñas. Pero ¿qué se le había perdido al articulista de Solidaridad obrera en pleno Siglo de Oro? ¿Qué sentido podía tener para el cronista de su tiempo repasar lo escrito y vivido por una escritora de hacía 400 años? Sender nos da la respuesta en el mismo prólogo: por un lado, y frente a la machacona presunción de una Teresa que escribe por inspiración divina, descubrir la ambición y la individualidad creadora de la santa. Y en segundo lugar, algo todavía de mayor alcance: evidenciar la decadencia y la intransigencia del poder en el siglo XVI. “Tras el nombre de Teresa de Jesús”, sigue diciéndonos el autor, está “la base de una Iglesia española fallida en Felipe II y la primera muestra de la capacidad política de la Iglesia en nuestro país”.
Si la novela quiere ser crítica con el presente debe serlo también con el pasado"
La lección senderiana es la que yo misma me he aplicado a la hora de escribir la novela Malas palabras, que, como El Verbo se hizo sexo, no reescribe el Libro de la vida de Santa Teresa. Esa reescritura constituiría no solo una tarea ímproba, dada la distancia ideológica y sintáctica entre la santa y yo, sino sobre todo innecesaria, pues la Vida es un libro perfectamente acabado que no requiere ningún remedo. Lo que Malas palabras hace con la Vida es releerla y reinterpretarla para combatir las lecturas e interpretaciones que de esta obra mística y de su autora el poder ha hecho hegemónicas. Retroceder cuatro o cinco siglos para ponernos en la pluma de Teresa de Jesús tiene sentido si es para volver a plantear los conflictos que ella planteó y revitalizar su rabiosa posición crítica al respecto. Porque a Teresa nos la han vendido como doctora de la Iglesia y no como pensadora política netamente moderna, no como una auténtica fray Bartolomé de las Casas de la metrópoli. Al Siglo de Oro nos lo han vendido como mito fundacional del Estado español y no como maquinaria de guerra hacia dentro y hacia fuera de sus fronteras. Si la literatura quiere ser crítica con el presente debe serlo también con el pasado, con la literatura hecha en el pasado y con la crítica literaria heredada que seguimos reproduciendo; y convencernos de que los dedos que acusaban a Teresa de herejía se conservan hoy, quinientos años después, milagrosamente incorruptos.
Cristina Morales (Granada, 1985) es autora de la novela Malas palabras (Lumen, 2015), reinterpretación del Libro de la vida de Santa Teresa de Jesús.
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