El último juglar del flamenco
“Que nadie vaya a llorar, que nadie vaya a llorar, el día que yo me muera. Es más hermoso cantar, aunque se cante con pena”
Manuel Molina Jiménez (Ceuta, 1948), uno de los artistas que más agitó el flamenco en el último tercio del siglo pasado, se ha ido en la madrugada de este martes 19 de mayo. Y se ha ido con fidelidad a los principios que guiaron siempre su proceder. “Que nadie vaya a llorar, que nadie vaya a llorar, el día que yo me muera. Es más hermoso cantar, aunque se cante con pena”. Estos versos suyos, tan socorridos para el momento, son parte de una filosofía de la vida que le llevó a afrontar su muerte -había sido diagnosticado de cáncer hace un par de meses- con un singular estoicismo y sin paliativos médicos que la enmascarasen. Muchos más versos fue dejando por los escenarios en sus últimos años, con apariciones puntuales, a veces casi por sorpresa, en espectáculos las más de las veces de otros, especialmente de Farruquito. Con una luz cenital, la barba larga y blanca y la guitarra enarbolada verticalmente, Manuel elevaba su cante al cielo desgranado versos de delicada carga poética y sencillos mensajes. Testigo imprescindible del flamenco de los últimos cincuenta años, había adquirido aspecto de juglar, siempre flamenco, carisma de patriarca y palabra de profeta. Su arte grande se encontraba destilado en dosis pequeñas y de frágil apariencia y se le esperaba con la expectación de asistir a algo escaso e irrepetible, la experiencia de degustar un vino añejo o probar una fruta extraña.
La historia de Manuel Molina había comenzado muchos años antes. Nacido en tierra africana dentro de una familia gitana de arraigada tradición flamenca, aprendió de su padre a tocar la guitarra. De Ceuta pasó a Algeciras, donde compartió años de adolescencia con Paco de Lucía, del que contaba que siempre estaba estudiando. Y por fin, Triana, su patria: “Hay en Sevilla un tesoro que guarda mi corazón / La Giralda, la plazuela, mis amigos y El Tardón”. De carácter inquieto, ya de adolescente protagonizó formaciones como aquella de 'Los Gitanillos del Tardón', junto a Chiquetete y El Rubio. La misma inquietud le levó a codearse con lo más granado del underground sevillano, que lideraba por entonces el grupo de rock progresivo Smash. El productor Ricardo Pachón, que tenía metido en la cabeza el disco que había grabado Sabicas con el guitarrista de americano Joe Beck, vio en ese encuentro la posibilidad de hacer realidad su sueño. La colaboración entre el cantaor y la formación rockera se plasmó a través de cinco temas de fusión que son tenidos como el germen de lo que sería posteriormente el rock andaluz. El más conocido de ellos, 'El Garrotín', pero también los 'Tangos de Ketama' o 'El blues de la Alameda'.
La trayectoria del cantaor, guitarrista y compositor daría un giro radical a raíz de su unión, sentimental y artística, con la cantaora Lole Montoya. “El sol, joven y fuerte / ha vencido a la luna/ que se aleja impotente del campo de batalla”. En 1975 se edita Nuevo día, un disco que vuelve a hacer al flamenco superventas y que, con el ensoñador y colorista lirismo de los versos de Juan Manuel Flores, se convierte en la banda sonora de una naciente autonomía andaluza. A esa primera grabación seguirían más de media docena de discos, aunque serían los más inmediatos -Pasaje del Agua (1976), Lole y Manuel (1977) y Al alba con alegría (1978)- los que tuvieron más trascendencia. El dúo -también la pareja- terminaría rompiéndose, a pesar de un intento de regreso a principios de los noventa. Manuel lo intentaría en solitario en 1999 con La Calle del beso, una grabación que, curiosamente, contó con la coproducción y arreglos de Antonio Rodríguez 'Smash' y con la colaboración de su hija, Alba Molina, un disco de mucha belleza y casi nula repercusión.
Babelia
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