La magnitud de lo superfluo
Son enseñanzas para un público que, igual que el mismo señor Zeta, no tiene mayores preocupaciones que las de entretenerse a alto nivel

Todo le interesa, todo le merece un comentario al observador señor Zeta que por las tardes en un parque conversa con los transeúntes: la fama, el arte, la astrofísica, las sagradas escrituras, las máquinas de afeitar, las “boutades” de los poetas, la educación o el misterio de la creación de dinero. Habla con estilo y gracia, haciendo alarde de una vasta cultura cosmopolita que, envuelta en un lenguaje algo anticuado, condensa en desafiantes aforismos: “Contradíganme, pero sobre todo contradíganse ustedes mismos. Uno sólo debe mantenerse fiel a aquello que no dice.” Pronto se verá que con semejantes llamadas a la independencia el señor Zeta simplemente ha definido su propio personaje que se apoya en la paradoja y la contradicción. Y por tanto no sorprende que este hombre mayor de traje impecable proclame las bondades de la ambigüedad y las estrategias de disimulo, renegando de la actuación consecuente. De hecho, va desarrollando en su banco del parque una muy seductora filosofía del escaqueo: “La evitación,” dijo Z., “es un arte elevado que raramente se enseña y aún más raramente se domina. La mayoría de las personas se ven superadas sin remedio por la magnitud de lo superfluo.” (La traducción, por lo demás muy solvente de Francesc Rovira, pone “renuncia” en vez de “evitación”, dándole así un matiz más inocente).
Son enseñanzas para un público que, igual que el mismo señor Zeta, no tiene mayores preocupaciones que las de entretenerse a alto nivel. Aunque, bien mirado, el señor Zeta se debe dirigir principalmente a gente de su generación porque sus agudas invectivas tienen como objeto la proliferación de los anglicismos, la desaparición de las enciclopedias o de los postes de teléfono; también lamenta que las finas disquisiciones de la teología ya no ocupen las mentes más lúcidas, y se compadece del tedio profesional que sufren los miembros de la realeza en sus tareas de representación. Su burla de los vicios burgueses del Che Guevara u otras instituciones del sesentayocho (tampoco ninguna urgencia del lector menor de 70 años), no representa, sin embargo, ningún credo político, puesto que, como aclara a sus contertulios, los rasgos distintivos entre la política de izquierdas y de derechas se han borrado desde hace ya tiempo.
Y también desde hace ya tiempo averiguamos esta y otras tantas de las supuestas sabidurías que Hans Magnus Enzensberger aquí propaga por boca de su impertérrito orador del parque. Aquel lúdico pensamiento contracorriente que le ganó la fama de ser una de las cabezas independientes más brillantes de la cultura europea, aquí, en realidad, está reducido a simple manía criticona. Las observaciones trilladas ensombrecen las brillanteces, la queja ahoga la crítica, que adquiere además a veces ese aire de superioridad condescendiente que dedica el connaisseur a la vulgaridad de los tiempos que corren. En sus mejores pasajes, Las reflexiones del señor Zeta se condensan en las sabrosas migajas del título que cayeron del escritorio de un polifacético pensador e incansable analista del espíritu de la época. En la mayoría de los momentos, sin embargo, Hans Magnus Enzensberger se dedica en este libro al arte del small talk, eso sí: a altísimo nivel.
Hans Magnus Enzensberger: Reflexiones del señor Zeta, o migajas que dejaba caer recogidas por sus oyentes. Traducción de Francesc Rovira. Barcelona. Anagrama, 2015. 150 páginas. XX euros.
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