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CRÍTICAS / LIBROS

Cántico espiritual en el Midwest

Nada en Marilynne Robinson resulta convencional. Su talento es insólito como su narrativa es visceral

Si bien Joyce Carol Oates y Anne Tyler son algo mayores que ella, las tres comparten de un modo u otro una generación de narradoras excepcionales. Pero Oates lleva casi sesenta novelas escritas (su productividad acabará denominándose síndrome Oates), y Tyler, una veintena. Robinson, en cambio, se toma su tiempo, pues publicó el año pasado apenas su cuarta novela, Lila, que es la que ahora nos ocupa y que sucede a Vida hogareña (1980), Gilead (2004) y En casa (2008). De vocación muy tardía —publica su primera novela a los 37 años—, espera casi un cuarto de siglo para regresar a las librerías con una novela, Gilead, con la que ya gana el Premio Pulitzer. Cuatro libros y su voz ya parece indispensable.

Una breve trayectoria a pesar de la cual enseña escritura creativa en el célebre Iowa Writer’s Workshop, en el que impartieron clase John Cheever o Philip Roth. Su autoridad sobre jóvenes talentos es ya innegable, como lo es su capacidad para generar poderosos discursos teóricos. Lean, si no, su volumen The Death of Adam: Essays on Modern Thought (1998). Profesa la fe protestante y ejerce de militante congregacionista, entendiendo la escritura como una forma de enseñanza y a un tiempo como un modo de alcanzar a sentir cierta redención. Algún lector suyo tal vez haya llegado a pensar en alguna ocasión que muchas de sus páginas, en Gilead tanto como en esta Lila, hacen las veces de deprecación, de jaculatoria. En sus textos anidan citas del Génesis, de Ezequiel, del Libro de Job o de Filipenses, porque la Biblia recorre su literatura como impregnó la de Faulkner, menos contenida, más brutal, igual de trascendente en un mundo cada día más banal.

Si hay alguien que domina la retórica del relato, esa es Robinson

Nada en Marilynne Robinson resulta convencional. Su talento es insólito como su narrativa es visceral a pesar de que si hay alguien que domina la retórica del relato, esa es Robinson, que ensaya siempre con éxito las interrogaciones retóricas, la sintaxis del versículo, el estilo indirecto libre, la écfrasis, el diálogo, pese a no ser uno de sus fuertes, o ciertas epifanías domésticas, entre cómodas con floreros y mecedoras, porches y la naturaleza que Dios creó alumbrando la pesadumbre de la vida cotidiana. Lila sucede en el pueblo de Gilead, Iowa, como Gilead y En casa, las novelas que configuran una suerte de trilogía de un lugar polvoriento pero de algún modo prodigioso. Comienza como el drama de orfandad y penuria picaresca de la pequeña Lila —con escenas cercanas en atmósfera a las que se leen en las obras más celebradas de Steinbeck acerca de obreros nómadas y míseros durante la Gran Depresión— y va progresivamente iluminándose hasta convertir sus últimos capítulos en una callada apoteosis de amor y de sosiego interpretada en la escena de la vida por Lila, adulta y redimida, el piadoso reverendo John Ames (“la Biblia era más verdad que la vida para él”), que regresa de novelas anteriores de Robinson y que se recupera con Lila de las décadas de viudedad y soledad emocional a las que el Señor le condenó, y sin asomo de duda la fe, que inunda la obra entera de Robinson, para la que parece que Simon y Garfunkel compusieron, con lejana complicidad, esta célebre canción: “And here’s to you, Mrs. Robinson. Jesus loves you more than you will know (wo, wo, wo). God bless you please, Mrs. Robinson. Heaven holds a place for those who pray. (Hey, hey, hey…, hey, hey, hey)…”.

Lila es un cántico espiritual del Midwest en el que crecen los geranios y las violetas, en el que mil ataduras emocionales constriñen la trama, y en el que no tiene cabida la laicidad.

Lila. Marilynne Robinson. Traducción de Vicente Campos. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2015 297 páginas. 19,90 euros.

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