Más creadoras que musas
Mujeres como Camille Claudel fueron eclipsadas por la fama de sus parejas
Sylvia Plath (1932-1963), autora de uno de los grandes poemarios del siglo XX (Ariel) y ganadora de un Pulitzer póstumo, se encargaba de pasar a máquina los versos de su marido, Ted Hughes (1930-1998). En la Universidad de Cambridge se conocieron, se apasionaron y se casaron casi a la par. Tuvieron dos hijos. La cooperación inicial se resquebrajó con la convivencia, el éxito de él y la crisis de creatividad de ella. “Sylvia es la que limpia la casa, la que ejerce de secretaria de su marido. Y lo hace por miedo a perderlo, porque piensa que si no lo hace, él encontrará a alguien que sí lo hará”, sostiene la escritora Laura Freixas, que ha profundizado sobre la relación del matrimonio, al que dedicará una conferencia el 2 de junio dentro del ciclo Ni ellas musas, ni ellos genios, que se celebra en Caixaforum, en Madrid, a lo largo de mayo para abordar historias de parejas de creadores, donde el papel femenino ha sido oscurecido por su cónyuge.
Una cuestión que la propia Sylvia Plath constató en su diario. “Tengo celos de los hombres. Una envidia profunda y peligrosa que puede corroer, imagino, cualquier tipo de relación. Una envidia nacida del deseo de ser activa y hacer cosas, no ser pasiva y sólo escucharlas”, escribió en unas páginas donde conviven varias pugnas a un tiempo: “¿Puede una mujer autosuficiente, excéntrica, celosa y con poca imaginación escribir algo que valga realmente la pena?, y ¿puede formar una pareja?”.
Mientras la carrera de Hughes despega, la vida de Plath se desmorona. Le asaltan la bestia de la depresión (“Tienes miedo de quedarte sola con tu propia mente”, confiesa) y el monstruo de los celos. Finalmente Hughes la abandona -y a sus hijos- para irse con Assia Wevill. Durante los dos años siguientes Plath escribe los poemas "que me harán famosa”, confía a su madre. El 11 de febrero de 1963, con 30 años, metió la cabeza en el horno y abrió el gas. De su muerte nació su mito. Y la leyenda negra de Hughes, visto como el detonante del suicidio y censor confeso de sus diarios, con la excusa de proteger a sus hijos pequeños.
“Una mujer con ambiciones artísticas es muy vulnerable porque se enfrenta, por un lado, al techo de cristal, y por otro, a la soledad. A medida que ellos triunfan, les resulta más fácil encontrar una pareja sumisa. A medida que ellas triunfan, les resulta más difícil encontrar a alguien igual”, sostiene Freixas, una de las escritoras que más ha reflexionado sobre la desigualdad en el ámbito de la cultura y que dirige la asociación Clásicas y Modernas, dedicada a combatir la discriminación. La autora, además, acaba de publicar El silencio de las madres (Aresta), donde se recopilan 32 artículos sobre el tema.
Amores y colaboraciones
John Stuart Mill y Harriet Taylor Mill. A él le habían educado para ser un reformador social. Ella era autodidacta, socialista y feminista, casada con John Taylor y madre de tres hijos. Se casaron cuando Harriet Taylor enviudó. Juntos escribieron obras fundamentales para el feminismo, como La sujeción de la mujer (1869), Ensayos sobre el matrimonio y el divorcio (1831-1832) y La emancipación de la mujer (1851), firmado por Harriet Taylor. Un caso atípico, ya que Stuart Mill (1806-1873) defendió con ardor los derechos de las mujeres —fue un pionero en pedir el sufragio femenino desde su escaño en la Cámara de los Lores—, un aspecto poco resaltado por los estudiosos de su obra.
Sonia Terk y Robert Delaunay. Dos figuras fundamentales de las vanguardias artísticas del siglo XX, militantes del orfismo, una variante del cubismo cercana a la abstracción. Sobre su relación hablará mañana, martes 26, Marian López Fernández Cao, profesora de Educación Artística en la Universidad Complutense y presidenta de Mujeres de Artes Visuales (MAV), una de las organizadoras del ciclo junto a la asociación Clásicas y Modernas.
La relación de Camille Claudel (1864-1943) y Auguste Rodin (1840-1917), que compartieron 10 años de intensa creatividad, acabó en el hundimiento físico, psíquico y artístico de la escultora, que solo en las últimas décadas está recibiendo el reconocimiento que no tuvo en vida. Claudel, que a los 12 años ya llamaba la atención con sus esculturas, se convirtió en amante, modelo y ayudante de Rodin al poco de llegar a París. Él tenía 44 años y estaba casado. Ella tenía 19 y nunca se liberó del rol de amante.
En esa década, dieron lo mejor de sí, aunque uno entre aplausos y otra entre silencios. En opinión de Rosa Montero, que ha escrito en varias ocasiones sobre esta relación, asegura que la invisibilidad “terminó siendo tan asfixiante que la escultora se separó de él para intentar sacar adelante su propia obra. Fue la lucha final, desesperada e inútil”. Se hundió en la pobreza y en el delirio. En 1913 su familia la internó en el psiquiátrico de Montdevergues, donde permaneció tres décadas. Nunca más volvió a esculpir.
La vida de Clara Wieck Schumann (1819-1896) y Robert Schumann (1810-1856) no alcanzó las cotas trágicas de las anteriores, aunque encarna “el ejemplo paradigmático del patriarcado”, en opinión de Marisa Manchado, compositora y vicedirectora del conservatorio Teresa Berganza de Madrid, que abordó en este ciclo la relación entre ambos. “Clara fue la gran pianista del siglo XIX, con un unánime reconocimiento como virtuosa, pero también fue una grandísima compositora y todavía hoy se dice que fue menor”, expone Manchado, que considera que el Trío para Piano en sol menor Opus 17 compuesto por ella en 1846 está "a la altura de los tríos canónicos de Beethoveen”.
Clara Wieck, que había sido educada por su padre, el reconocido profesor de piano Friedrich Wieck, debutó como pianista a los 11 años. Su carrera no cesó de crecer desde entonces. “A los 15 es recibida en la corte de Viena, donde le dan el título de virtuosa, algo rarísimo siendo tan joven, extranjera y mujer”, recuerda Marisa Manchado.
Después de casarse con Robert Schumann, pese a la oposición familiar, prosigue su carrera de intérprete, comienza la de madre de familia numerosa y la de devota defensora de la música de su marido, al que ella introduce en los circuitos de la elite europea y al que difundirá con ahínco tras su muerte. “Era la actual superwoman. Y puso siempre su talento al servicio de los hombres. Primero de su padre, luego de Liszt, su marido y Brahms”, sostiene Manchado. La propia Wieck minimizó la creatividad que llevaba dentro: “Una mujer no debe desear componer. Nunca ha habido alguna capaz de hacerlo. ¿Debería creer que yo seré capaz?”, inquiría en 1839. Años después escribiría el Opus 17.
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