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El lago ‘drag’ de los cisnes

Les Ballets Trockadero de Monte Carlo regresa con su parodia de la danza clásica

Imagen de Les ballets del Trokadero de Monte Carlo, en Teatros del Canal.
Imagen de Les ballets del Trokadero de Monte Carlo, en Teatros del Canal.Jaime Villanueva

Colarse en los camerinos de Les Ballets Trockadero de Monte Carlo es como caminar por un sueño delirante . Todo es un ir y venir de moños, puntas y tutús churriguerescos. Pero en ellos no se enfundan delicadas bailarinas de piel de porcelana, sino musculosos caballeros de pelo en pecho. Hace cuatro décadas que la compañía neoyorquina reinterpreta en clave de comedia los grandes éxitos del ballet, dando todos los papeles (femeninos y masculinos) a la misma troupe formada solo por chicos. Su escala en Madrid, hasta el 17 de mayo en los Teatros del Canal, es solo una etapa más en su permanente gira mundial.

“Fingimos ser una vieja compañía rusa que viaja alrededor del mundo llevando consigo su vestuario roto, preparados para girar hasta la muerte”, explica el director artístico, Tory Dobrin. Finalmente, la parodia ha acabado haciéndose real. Lo que comenzó en 1974 como un proyecto amateur en las sesiones más tardías del Off-Off-Broadway ha acabado dando empleo a 37 personas y recorriendo más de 600 ciudades en 33 países. Esta temporada han viajado por Canadá, Estados Unidos, Serbia, Italia y España, y aún les esperan Japón y Reino Unido antes de que acabe el año.

La fórmula del éxito es un sabroso cóctel de alta cultura y camp. El repertorio está compuesto por El lago de los cisnes de Tchaikovsky con variaciones sobre la coreografía de Lev Ivanov, un pas à deux del Concerto barocco de George Balanchine, y una recuperación del ballet Paquita sobre el trabajo del maestro Marius Petipa. Pero las referencias estéticas abarcan la slapstick comedy (varios gags incluyen aparatosas caídas) y el maquillaje glam de los espectáculos de drag queen.

Dobrin no ve secretos en su hazaña: “El show es divertido y la danza es buena, ¿qué podría fallar?”. Muchas cosas, en realidad: una comedia travesti en torno al ballet clásico bien podría haberse quedado en un fenómeno minoritario. ¿Qué es lo que ha pasado para que Trockadero haya conseguido romper las posibles barreras mentales de los espectadores? “Normalmente, para vernos tienes que comprar una entrada, así que si eres estrecho de miras, no lo haces”, contesta Dobrin, agudísimo. “Madonna, películas como Señora Doubtfire, ¡o Almodóvar!, utilizan muchas referencias, incluyendo el drag... La sociedad ha cambiado mucho”, señala.

Tanto como para que los bailarines ni siquiera mencionen el travestismo en su discurso. Es difícil mirar a los ojos al catalán Carlos Renedo (Barcelona, 1985) cuando está caracterizado. Unas gigantescas pestañas postizas aletean con cada parpadeo, y el interlocutor no puede imaginar siquiera el rostro del bailarín, oculto tras una espectacular capa de maquillaje. Pero él solo habla de una cosa: bailar en puntas. La postura, básica para las bailarinas, es rara vez utilizada por su contraparte masculina, y aprenderla en la madurez es todo un desafío. “No es hasta que tomas clases en puntas, ensayas en puntas y bailas en puntas, que te das cuenta de lo que supone”, señala. Mientras habla, estira inquieto los pies: “Los tengo destrozados. Y solo nos queda todo el espectáculo”.

El trabajo sobre esta técnica es uno de los puntos de la compañía más aplaudidos por el mundo de la danza, aunque Dobrin le quite importancia: “Es solo un elemento más”. Pero fue, por ejemplo, lo que hizo que el bailarín Carlos Hopuy (La Habana, Cuba, 1984) se decidiera a probar suerte en una audición. “Estudié clásico toda la vida, durante 19 años, y mi mamá era bailarina. Empecé a pararme en puntas cuando tenía 11”, cuenta el que fue miembro del Ballet Nacional de Cuba. “¿Ves?”, interrumpe Renedo, “Es lo bueno de la compañía, que cada uno viene de su padre y de su madre”. También físicamente. La figura menuda de Hopuy parece aún más pequeña al lado de su compañero. Juntos, son todo un desafío a la uniformidad del ballet clásico.

“Contratamos a los bailarines que mejor encajan en la compañía, ya sean altos, bajos, gordos, flacos... Buscamos a comediantes”, puntualiza Dobrin. El director artístico resta relevancia a la técnica, que comprende distintas escuelas de danza para cada número y que trabajan con cuatro profesores distintos, e incluso al drag, su seña de identidad. Pero se pone serio cuando habla de la risa. “Es que todo lo demás no le importa al público. A veces la gente solo quiere pasárselo bien”, insiste.

El humor va desde un juego de palabras con los apellidos rusos (el bailarín Philip-Martin Nielson se convierte en Nadia Doumiafeyva, “hazme un favor” en inglés) hasta guiños a figuras de la danza como Alla Sizova, diva a la que Hopuy homenajea con su alter ego Alla Snizova. ¿A qué entonces tantos niveles de interpretación, si el espectador solo va por las risas? El chispeante Dobrin se pone grave por primera y única vez, antes de sumergirse de nuevo en la comedia y la purpurina: “La integridad puede ser comprendida, aunque no se comprendan los elementos que la conforman”.

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