El día en que murió Hitler
La investigación del historiador Trevor-Roper sobre el suicidio del líder nazi, que Stalin intentó ocultar, fue el primer libro de la Guerra Fría
Aunque experto en los siglos XVI y XVII, el historiador Hugh Redwald Trevor-Roper (1914-2003) había cimentado su fama en una investigación, encargada por los servicios secretos británicos, que sigue siendo un best seller, Los últimos días de Hitler. Fue el primero que narró, en 1947 a través de testimonios de primera mano, lo que había ocurrido en el búnker de la Cancillería en Berlín durante el desmoronamiento del régimen y las circunstancias del suicidio de Hitler, el 30 de abril de 1945, hace 70 años. Sin embargo, el 1 de abril de 1983, cuando ya estaba más que consagrado y había sido nombrado lord Dacre of Glanton, recibió una llamada relacionada con aquella primera investigación que acabó por suponer un golpe tremendo del que el historiador más conocido de su generación nunca se recuperó totalmente.
Trevor-Roper era uno de los asesores independientes de The Times y el diario se puso en contacto con él por el posible descubrimiento del Santo Grial de los estudios de la Segunda Guerra Mundial, los presuntos diarios de Hitler, 60 volúmenes escritos de su puño y letra por el dictador. La revista Stern creía haberlos conseguido y quería vender los derechos. La vieja cabecera de la prensa británica, que había comprado Rupert Murdoch, estaba dispuesta a pagar una millonada. La misión de Trevor-Roper era viajar a Ginebra para autentificar un documento que podía cambiar la visión del siglo XX.
El novelista Robert Harris escribió en 1986 un relato apasionante de la falsificación de los diarios, Selling Hitler, en la que exculpa bastante a Trevor-Roper pese a que su participación en todo aquel feo asunto le acompañó hasta su muerte —en su obituario del historiador, The New York Times citaba el episodio en su primer párrafo—. Según Harris, a Trevor-Roper le dijeron dos mentiras: que la antigüedad del papel había sido confirmada y que conocía la identidad del oficial que había guardado los documentos. Al final, fue la química la que demostró la superchería más allá de cualquier duda: la cola de los cuadernos en los que estaban escritos los presuntos diarios tenía elementos que no existían cuando, en teoría, fueron redactados.
La investigación de Harris no es sólo el relato de un tremendo error, es también una inmersión en el submundo de los tipos obsesionados con todo lo que tenga que ver con Hitler, los coleccionistas de sus cuadros o de cualquier objeto relacionado con el personaje que llevó al mundo a la catástrofe y ordenó el exterminio del pueblo judío. Lo curioso es que no todos son nostálgicos del nazismo: algunos son personas que no pueden evitar asomarse al abismo del mal.
Stalin era plenamente consciente del poder de esta figura, incluso con la Alemania nazi derrotada, y por eso quiso ocultar que se había suicidado. Antony Beevor relata en Berlín: la caída, 1945 que ni siquiera Zhúkov, el general que dirigió la ofensiva final sobre el Tercer Reich, fue informado de que sus tropas habían encontrado los cadáveres. De hecho, hasta los años noventa, con la perestroika, no se conoció que los soviéticos se habían llevado una parte de la mandíbula y dos puentes dentales del dictador en una caja de puros, que fueron destruidos en los setenta por orden de Bréznev.
Beevor explica así los motivos del dictador: “El sistema de Stalin necesitaba la presencia de enemigos tanto externos como internos, porque temía rebajar la tensión. Cuando encontraron el verdadero cadáver del Führer, llegaron de inmediato órdenes del Kremlin que prohibían que se dijese a nadie una palabra sobre el asunto. Resulta evidente que la estrategia de Stalin consistía en asociar a Occidente con el nazismo al hacer ver que los británicos o los estadounidenses estaban escondiendo al dirigente nazi. De hecho, ya circulaban rumores que afirmaban que había escapado”. Las teorías de la conspiración sobre la presunta fuga de Hitler del Berlín asediado no se han acabado nunca y se siguen publicando en España libros que dan pábulo a estas ridículas historias.
Cuando los aliados comprendieron la jugada de Stalin, entró en juego Trevor-Hoper. Como joven oficial de inteligencia, su misión era establecer los últimos días de Hitler y difundirlos para desbaratar el plan de la URSS. Los últimos días de Hitler fue, en este sentido, el primer libro de la Guerra Fría.
La mayoría de los detalles que relató entonces han sido confirmados por las investigaciones posteriores más concienzudas, como la que realizó su biógrafo Ian Kershaw y la del historiador y periodista alemán Joachim Fest, en la que se basó El hundimiento, la película de Oliver Hirschbiegel. En este filme, Bruno Ganz traza un impresionante retrato de un dictador iracundo, que vive en un mundo de fantasía, esperando el contraataque definitivo, con la mano temblorosa, preso de ataques de furia y cruel hasta el final con los civiles atrapados por la batalla de Berlín: pensaba que si el pueblo alemán no había sido capaz de ganar la guerra, no merecía ninguna piedad. Trevor-Roper nunca supo lo que había ocurrido con el cadáver más allá de que fue quemado y asegura que se disparó en la boca, mientras que Kershaw precisa que se disparó en la sien derecha con su pistola, una Walther de 7,65 milímetros. Eran las 15.30 del 30 de abril. Hitler tenía 56 años. Los cadáveres fueron sacados al exterior para ser quemados con gasolina. Antony Beevor añadió un momento increíble a esa escena, que se produjo en la puerta del búnker bajo una intensa lluvia de proyectiles de artillería: uno de los guardias de la SS le dijo a un compañero: “El jefe está ardiendo. ¿Vienes a echar un vistazo?”. Joachim Fest revela un detalle sobre Eva Braun siniestro, surrealista, para alguien que había compartido su vida con el responsable de millones de muertos: poco antes de tomar la cápsula de cianuro, estaba preocupada por sus joyas (“por desgracia, mi reloj de diamantes lo están reparando”) y por ocultar las facturas de su vestuario a la posteridad.
Uno de los guardias de la SS le dijo a un compañero: “El jefe está ardiendo. ¿Vienes a echar un vistazo?”
Pero, básicamente, el relato de los últimos días de Hitler quedó marcado por el libro de Trevor-Roper. Todo está ya allí: la celebérrima bronca a sus generales del 22 de abril, cuando Hitler reconoce por primera vez que “todo está perdido” —escena de El hundimiento que ha sido parodiada decenas de veces en Internet—; las tensiones finales y la traición de Himmler; el matrimonio con Eva Braun el día antes del suicidio —que Trevor-Roper describe con enorme precisión—; el envenenamiento del pastor alemán hembra de Hitler, Blondie; el final de los Goebbels, que envenenaron a sus seis hijos antes de pegarse un tiro…
Todas las investigaciones se centran en un momento crucial de estos días finales: su testamento, que dictó después de su boda a su secretaria, Traudl Junge, que sobrevivió a la guerra y que aparece al principio y al final de El hundimiento. Hasta 2001, cuando tenía 81 años, Junge no publicó sus memorias de aquellos días, tituladas Hasta el último momento. Este documento es importante no sólo porque muestra que el delirio antisemita le acompañó hasta la tumba —culpa de la II Guerra Mundial a sus principales víctimas, los judíos—, sino porque es lo más cerca que estuvo de reconocer que había ordenado el Holocausto. “Tendría que rendir cuentas esta raza que es la culpable de esta lucha criminal: los judíos”, fueron sus palabras. Raul Hilberg, autor de la obra de referencia sobre la Shoah, La destrucción de los judíos de Europa, lo relata así: “En su testamento no dejaba duda: era él el que había profetizado el final del judaísmo y los judíos habían pagado por sus pecados”.
Trevor-Roper, que no hablaba alemán con fluidez, no volvió a publicar ninguna obra importante sobre el nazismo, aunque sí ensayos reconocidos sobre la historia inglesa, centrados sobre todo en el momento crucial de la reforma. Escribió un célebre libro sobre el sinólogo británico Edmund Backhouse, Hermit of Peking, y otro sobre el traidor del siglo, Kim Philby. Falleció a los 89 años convertido en lord Dacre. Pero no importa lo que hiciese: siempre estuvo identificado con Los últimos días de Hitler. Es un fantasma demasiado poderoso del que nadie puede escapar.
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