Tácticas del testimonio
Fernando Marías probablemente haya llevado al límite, con 'La isla del padre', esa disposición del escritor a incluirse él mismo en una novela tras la muerte de un ser querido
Parece que hay que resignarse a esa temática, que puede orientar un subgénero, del escritor que se toma a sí mismo de materia literaria a partir de la muerte de un ser querido. No se trata de incurrir en la autobiografía, para la que se requiere una mayor supresión del pudor, sino de una pertinaz autocomplacencia en verse incluido en la narración. La desgracia, sea previsible o inesperada, ilumina los pasadizos de la memoria, y el escritor se ve urgido a recomponer el campo devastado por la pérdida. Pero hay distintos modos de afrontar literariamente esa conmoción. Milena Busquets escribe sobre la muerte de su madre, en También esto pasará, transformada en la voz de Blanca, y las concomitancias con la autora, que puede trasferir el lector, se diluyen en las vivencias del personaje. Sergio del Molino no se oculta bajo otro nombre en La hora violeta, pero tampoco en Lo que a nadie le importa; ni, confrontado con el irrebatible paso de los años (otra desgracia), lo hace Muñoz Molina en Como la sombra que se va. Son ejemplos de actualidad que reflejan cierta debilidad o vacilación del escritor enfrentado a su espejo, cuya figura le debe resultar suficientemente borrosa como para necesitar delinear sus contornos. Supongo que la tendencia tiene que ver con eso que recibe el horrible apelativo de autoficción, la última añagaza, se diría, de la subjetividad más enervante, pues así el autor se protege de su propia arbitrariedad, asociando aquí y allá imágenes y acciones que recusan la lógica narrativa, pero que se ven justificadas por pertenecer a un mismo sujeto que también es propietario del discurso, incluso en su sentido comercial.
Fernando Marías probablemente haya llevado al límite, con La isla del padre, esa disposición del escritor a incluirse él mismo en una novela surgida tras la muerte de un ser querido. Digo novela por comodidad, aunque su género es más bien el testimonio. Al principio declara el escritor: «Concretar en un puñado de líneas lo que sabemos de las personas que amamos es un interesante ejercicio de escritura, pero también, y ante todo, un involuntario autorretrato». El enunciado no es un prodigio de reflexión; y delata que le importa más el «interesante ejercicio» sobre su figura que la exploración del trastorno. Esta convergencia y desviación va a ser constante en el relato, pero igualmente lo será la reverencia del autor al libro que está escribiendo, pues, tal vez no muy seguro de obtener con la evocación de la vida del padre páginas suficientes, se demora con tediosa delectación en el proceso de escritura, promocionando su condición de escritor y su biografía —en demasiadas ocasiones con desahogos afectados de cursilería, como la declaración de amor a la voz doblada de Candide Bergen— por encima de la experiencia de la pérdida, aunque sin dejar de validarla en su emotividad, tratándose, como es el caso, de un libro surgido tras la muerte del padre.
Por supuesto que hay páginas que logran independizarse del placentero autorretrato. Pero son pocas. Lo que aquí abunda son las frases sacramentales
Algunos temas se resisten a ser críticamente impugnados; vienen tan embebidos en el autor que reclaman una adhesión emocional que no admite otra interposición. La isla del padre tiene este distintivo. Pero si no cabe desmerecer el modo en que se afronta la vivencia del duelo, sí es posible escudriñar su expresión escrita. Y hay en este libro una exhibición del escritor tan artificiosa, dejándose llevar por los recuerdos, más constatados que vivificados, de su generación (el cine, las primeras lecturas), y por ocurrencias impostadas donde culebrea mucho la palabra «destino», que la narración traquetea sin otro rumbo que su repetición a la búsqueda del agotamiento. Por lo demás, costaría mucho encontrar alguna introspección sobre el dolor no empañada por el lugar común. La prosa de Fernando Marías no se despega de la convención más asimilada.
Por supuesto que hay páginas que logran independizarse del placentero autorretrato. Pero son pocas. Lo que aquí abunda son las frases sacramentales, del tipo «En una esquina del espacio y del tiempo un escritor escribe un libro». Apegado a esa iconografía, a Fernando Marías se le ha concedido el Premio Biblioteca Breve 2015, para lo que ha tenido que disminuir la osadía de la novela —hoy muy reducida, apenas un temblor— a crónica memorística, o quién sabe si decididamente a la modalidad del atestado.
La isla del padre. Fernando Marías. Seix Barral. Barcelona, 2015. 280 páginas. 19 euros.
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