La reina del ballet del siglo XX
Impuso su personalidad a la danza, transformando la forma de bailar de la mujer
La literatura vivencial y más valiosa sobre Maya Mijailovna Plisétskaia (Moscú, 1925), fallecida el sábado pasado, hay que ir a buscarla en las referencias remotas, las que un golpe de dedo en el teclado no nos dará jamás en la selva de Internet; así, tratando de sintetizar este escrito, me he topado con lo que escribió sobre ella Natalia Roslaeva en 1956, o la crónica de John Martin del 24 de mayo de 1959 en The New York Times; en ambos textos se posiciona sobre la excepcionalidad de la bailarina. En muchos sentidos se puede decir que Maya fue el siglo en ballet. El siglo XX fue suyo, sin discusión. Otra peregrina polémica (quizás inevitable) es aquella de quién es la mejor de la centuria, que si Alicia Alonso, que si Anna Pavlova, que si Margot Fonteyn… ese guirigay de balletómanos no tiene sentido. El parnaso de las más grandes del ballet universal es estrecho, hay pocos puestos, y la historia, la crítica con su valor documental sapiente y los propios hechos, ha repartido los puestos hace mucho. Y allí está Maya erigiéndose en diosa, un tanto indiferente ante “esa ofuscación que producen los laureles del éxito”. Quien la vio no la olvidará jamás, quien pincha en el ordenador un vídeo de apenas dos minutos se queda clavado a la pantalla. Su imán era tan poderoso como su voluntad. Su presencia tan distintiva y particular como su talento singular.
Un ensayo precioso del literato y crítico Vadim Gayevski, Los personajes españoles de Plisétskaia, se adentra en las claves de su temperamento indómito y en esa poética fugaz de la escena de danza, del instante donde se debe darlo todo sin miedo, como era en Maya cuando hacía la Quiteria (o Kitri, en ruso) de Don Quijote, la Paquita, la Laurencia de la versión en ballet de Fuenteovejuna o finalmente su Carmen, donde destiló, digamos que purificó ese arrojo controlado y presente, fiero y elegante, desbordante y categórico que caracterizó su encarnación de la cigarrera de Merimée. Su pasión española llegó hasta el Bolero de Maurice Béjart, que magistralmente llevó a su terreno y registro.
Roslaeva decía del cisne negro de Maya que “focalizaba la actuación sobre la parte oscura de la naturaleza humana”, y esto sin sacrificar un ápice el rigor, la belleza intrínseca de un reglado específico y complejo, lo que marca paso y pose dentro del estilo. Y lo que es aún más sabio e importante: el espacio mínimo que hay (y enlaza) entre paso y paso, esa ilusión de continuidad líquida y ondulante entre lo que se oye (la música) y lo que se ve (la danza). O su manera de elevar la representación del dolor como en la Aegina del Espartaco de Moiseeyev.
Para su tiempo, Maya fue no solamente una rebelde y protestona (con razón) bailarina del Teatro Bolshói de Moscú, sino alguien que contra todo pronóstico impuso su personalidad y cambió la forma de bailar de la mujer, la abrió a una grandeza expositiva. Su salto, sus míticos brazos, su pujanza, su aparente falta de miedo escénico eran también un enorme grito de libertad a través de la belleza, una petición sumaria de solidaridad al espectador con su causa mayor: la expresión sin cortapisas.
Pero hay otra Maya clásica a ultranza, representante máxima de una estética y de una escuela, de una tradición centenaria y de un arte imperecedero. Es la Maya de El lago de los cisnes, de Raymonda y de ese cameo sutil, La muerte del cisne, del que se podría tejer líneas analíticas y elogios sin fin, donde no hay nada sobrante ni accesorio, como en su Princesa Aurora de La bella durmiente. Si el adjetivo majestad puede ser usado en propiedad para definir una ballerina es con Maya. Su gesto dominante, la altivez hecha estilo, fue después imitado y de manera sugestiva transmitido en el imaginario de la bailarina rusa ideal. Cuando en 1960 Galina Ulanova se retiró, Maya pasó a a ser la prima ballerina por excelencia de Moscú. Bailaban otras (y muy bien), es cierto, pero los claveles de invierno eran para la que no concebía callar.
A lo largo de 30 años, entrevisté a Maya Plisétskaia para este diario en varias ocasiones y diversos lugares. Siempre tenía cosas que decir, siempre interesantes, propias, novedosas y de alguna manera ejemplarizantes para una profesión que lleva en el mismo lote crueldad y reverencia. Una vez me repitió algo que ya había dicho a Gayevski (al que la unía una verdadera y buena amistad de los tiempos en que ambos eran víctimas de la persecución del KGB) cuatro décadas antes: “El ballet es 95% de trabajo y 5% de talento”. Tal pragmatismo hace que te tiemble el bolígrafo en la mano. De un plumazo ponía las cosas en su sitio y alertaba, hacia el futuro, sobre el verdadero peralto de su magisterio.
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