Entre dos generaciones
Desde el principio le hizo gracia la idea de grabar un disco suyo en el que no tenía que tocar
Se ha cumplido un año de su muerte y aún no nos hemos resignado a su ausencia. La música de Paco de Lucía (Algeciras, 1947-Yucatán, 2014) trascendió fronteras y estilos y ahí seguirá para siempre, pero todavía duele pensar que no habrá otra ocasión para verlo sobre el escenario con su guitarra entre las manos. Ahora llega Entre 20 aguas, un nuevo disco en el que sus amigos, músicos procedentes de diferentes culturas musicales como Chick Corea, Raimundo Amador, Michel Camilo y Alejandro Sanz, entre otros, reinterpretan su música partiendo de las notas de la rumba Vámonos. Entre 20 aguas no se debe escuchar solo como un disco homenaje. El genial guitarrista no solo creó canciones, sino que construyó un lenguaje musical propio. Y así suena el álbum que acompaña este libro.
La idea de esta grabación surgió meses antes de su fallecimiento. Su amigo, el productor Javier Limón, se lo propuso en una de esas soleadas tardes que pasaron juntos en la casa mallorquina, donde el de Algeciras había encontrado la paz junto a su esposa, la mexicana Gabriela Canseco, y sus dos hijos pequeños, de 14 y 9 años. Allí, rodeado de naturaleza y protegido por los muros de piedra de la finca, De Lucía componía y recibía a los amigos. Desde el principio le hizo gracia la idea de grabar un disco suyo en el que no tenía que tocar. El guitarrista sufría lo indecible cuando se enfrentaba a la creación, por eso recibió la idea del nuevo proyecto con relativo optimismo. Quedó claro que el flamenco estaría presente, pero enmarcado junto a otras culturas musicales. Se eligió Vámonos, una rumba que bien podría resumir una parte de su carrera musical y con la que cerraba un ciclo, e, incluso, se barajaron algunos nombres de artistas históricos con los que mantenía una buena relación. “Surgieron 30 o 40 nombres de músicos”, recuerda ahora Limón. Y en todas las listas brillaba con luz propia Chick Corea, al que consideraba su “compadre” y al que en una ocasión le dedicó una canción, Chiquito. No podía faltar tampoco Alejandro Sanz, amigo y compañero de juergas; Jorge Pardo y Carles Benavent, por derecho propio, ya que habían compartido fatigas durante muchos años. También sonó Tino di Geraldo o Michel Camilo, con el que De Lucía coincidió en Puerto Rico junto a Rubén Blades, pero con el que no había compartido escenario. Pero el proyecto quedó a la espera. Ya habría tiempo de programarlo con calma a la vuelta de México, donde De Lucía tenía su otra casa y donde le gustaba perderse para pescar.
Pero no fue posible. El 27 de febrero del pasado año, el timbre del teléfono sobresaltó de madrugada a muchos españoles. El propio Limón, que creyó haber soñado que alguien lo llamaba para preguntarle por su relación con Paco de Lucía, se dio cuenta al salir de la cama que algo muy grave le había pasado a su amigo cuando vio que la pantalla del móvil le anunciaba más de ochenta llamadas perdidas. “¡Entonces es verdad!”, se dijo perplejo. A partir de ese momento, el disco quedó en espera. Y solo ahora, al cumplirse un año de su muerte, se han unido más de treinta artistas para tocar a Paco pero sin Paco.
Empecemos entonces por explicar la vida de la rumba Vámonos, una canción que tiene su miga y una historia de décadas, a través de las cuales se puede seguir en paralelo la evolución de la carrera de un artista y sus fases compositivas. Vámonos quedó registrada en un CD que De Lucía grabó en vivo, Conciertos por España 2010. A partir de ahí la rumbase incorporó al repertorio y viajó por el mundo. Pero se puede decir que su origen se remonta al año 1973, cuando grababa para la casa de discos Poligram su decimotercer disco, Fuente y caudal. Compuesta en tres partes diferenciadas y con una rueda de acordes diversa al modo andaluz, el guitarrista descubrió una serie de frases musicales que luego utilizaría en otras composiciones. Espoleado por el bajo y el bongó, De Lucía se va soltando paulatinamente la melena de la improvisación que tanto le costaba y que más adelante —cuando se fue de gira con los guitarristas de jazz y aprendió e incluso superó sus técnicas— fluía con una naturalidad pasmosa. Este tema, inicialmente de relleno del LP y grabado por casualidad, se convirtió en la rumba más popular del repertorio flamenco; se tocaba en los festivales flamencos, pero también sonaba en las discotecas de todo el mundo, e incluso en las jam sessions. Pero una joya de estas características también se prestaba a múltiples variantes que solo los músicos de jazz, acostumbrados a sus improvisaciones y a mezclar géneros, eran capaces de percibir como una canción a la que sacarle punta; y las puntas eran (y son) infinitas. De hecho, su creador le fue dando diferentes formas a lo largo de su carrera, hasta concluir en Vámonos.
De Lucía consiguió todo lo que puede expresarse con seis cuerdas. El de Algeciras revolucionó el siempre anquilosado y ortodoxo mundo del flamenco pero su fama y maestría acabaron por abrumarlo. Colocó el listón tan alto sobre su propia obra que acabó por martirizarlo. Cansancio y soledad. Sobre esos dos estados de ánimo pilotaba en los últimos años su relación con la música y la creación. Así lo testimonió en sus escasas comparecencias con la prensa, siempre justificadas por la tarea de promoción de sus discos. Porque a De Lucía no le gustaban nada las entrevistas, otra faceta más que llama la atención de este creador de difícil personalidad porque hablaba casi mejor que componía. Daba gusto oírle. Sus opiniones, siempre bien argumentadas, sentaban cátedra. Podía ser amable, brillante y tierno, pero también grosero y cortante a más no poder si no le apetecía que un periodista interrumpiera un ensayo. “He pasado el 90% de mi vida solo”, cuenta sin rasgo de amargura en el documental La búsqueda.
A lo largo de las casi dos horas de grabación descubrimos a un músico reflexivo que narra las claves del oficio, la vida por dentro del artista, su proceso de creación contado en primera persona. Pero solo en los aeropuertos, solo en los hoteles, solo en el escenario. Siempre en la carretera. La vida del músico tiene mucho de esa soledad no buscada. Un abrir y cerrar maletas constante. Él la vivió desde niño, acostumbrado a viajar con su hermano Pepe para ayudar en la casa, una casa donde se pasaban calamidades y su padre trabajaba veinte horas para que pudieran comer. Empezó a tocar la guitarra a los 7 años y a los 14 formó el dúo Los Chiquitos de Algeciras con su hermano Pepe y grabó su primer disco. Meses antes de su muerte, cuenta su hijo Curro, le dio por recuperar un puñado de fotos viejas, de esas que fueron en blanco y negro y luego amarillean con el tiempo, en las que se le veía joven y sonriente con su adorado Camarón (una relación que De Lucía define como un poco marciana, la de dos supertímidos que no se comunicaban con palabras pero que se admiraban a muerte) y otras imágenes con algunos de los viejos amigos de Algeciras, la ciudad de su infancia a la que siempre volvía y donde fue feliz. De Lucía colocó esas imágenes en el interior de la funda donde guardaba la guitarra y viajaban con él por los escenarios del mundo, quizá como recuerdo de algunos momentos estelares de su vida. En Algeciras, en una casa donde apenas cabían los cuatro hermanos y en cuyo patio destacaba el aroma de una dama de noche, fue feliz. Lo dijo muchas veces, pese a que tuvo la típica infancia de niño prodigio al que entrena con rigor y un punto de crueldad su propio padre. Casi 12 horas diarias de guitarra para llegar a ser un genio, una etapa muy dura y solitaria para un muchacho en plena adolescencia pero necesaria para convertirse en el mejor guitarrista del mundo: “Sin mi padre no hubiera llegado a ningún sitio”, me contó por teléfono una tarde desde su casa de Mallorca, donde los últimos años había encontrado la paz que buscaba, junto a su compañera, Gabriela, y sus dos hijos pequeños. Eso sí, se quejaba del dolor de lumbares, secuela de sus cuatro décadas de profesión y fatigas y de las muchas horas que todavía pasaba sentado, componiendo, grabando o actuando. “El listón está muy alto, ahí fuera hay unos músicos fantásticos. Aparte el genio, la facilidad y la educación básica de la niñez, para decir algo nuevo y sorprender te tienes que pasar todo el día dándole a la guitarra”. Bien pronto se propuso que cada disco fuese uno nuevo. Eso le obligaba a seguir creciendo y aprendiendo. Eran los discos los que le obligaban. “La generación actual ya tiene la idea de que cada disco debe ser una creación. Quiero decir que aunque yo tenga unos seguidores, estos agarran mis conceptos y hacen su propia música. Esto no pasaba antes. Nosotros copiábamos literalmente, hoy lo que hay son influencias. Cada uno busca su propia identidad”. “Si sigo tocando no es por dinero ni por fama, sino porque adoro el flamenco y quiero que la gente se dé cuenta de lo que vale”.
—¿Le afecta que todo el mundo diga que es el mejor?
—Yo soy un enfermito de perfeccionismo y siempre he pensado que no valgo; no me gusto nada, creo que lo hago todo mal, jamás oigo mis discos. Pero llega una edad en que pienso que estoy equivocado, que no soy objetivo, que tengo un problema en la cabeza, que no estoy capacitado para juzgarme y que los objetivos son los demás, y que si ellos dicen que toco bien, será verdad. Pero eso no quiere decir que yo oiga un disco mío y me emocione, eh. ¡Eso nunca!
La respuesta del guitarrista al periodista Miguel Mora se publicó en EL PAÍS cuando el artista recogió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2004 en Oviedo, uno de los galardones más importantes de una vida artística plagada de premios y reconocimientos en su madurez. Que De Lucía era un genio lo descubrió su padre bien pronto. Con apenas siete años ya corregía a su progenitor sobre el compás, golpeando con los nudillos en la mesa, y en alguna ocasión, mientras jugaba distraído y su padre daba lecciones de guitarra a Ramón, su hermano mayor, él sacaba las notas de oído sin haber practicado nada. De Lucía solía decir que el flamenco se aprende sin escuela, como lo aprenden los gitanos, en familia, oyendo a los abuelos, los padres y los hermanos. En esos años de formación autodidacta, encerrado en un cuarto mientras los amigos golpeaban al balón, nació también su afán perfeccionista. Siendo un adolescente, en 1964, se estrenó en el extranjero acompañando al bailarín José Greco en una gira de nueve meses por América. Precisamente en una de esas actuaciones, tuvo que sustituir a un guitarrista que estaba enfermo y el público alucinó. Lo dejó de piedra. Al concluir se llevó un susto enorme porque nadie aplaudía y pensó que había fracasado, pero el propio Greco le aclaró que esa era la forma de premiar su maestría. También en esos años conoció a Sabicas, maestro de la guitarra e impulsor del flamenco que se había exiliado a Nueva York tras la Guerra Civil. Fue precisamente él quien lo animó a componer su propia música y a abandonar el estilo del Niño Ricardo, guitarrista sevillano del que había bebido toda la dinastía de los Sánchez.
Pero esa imagen profesional poco tenía que ver con su quehacer privado. Su vida, según el documental Francisco Sánchez, Paco de Lucía, dirigido por el ya fallecido Daniel Hernández, en el que narra un retrato muy personal del músico, se dividía en dos estados bien diferenciados: el del músico en gira, que se presentaba afeitado y serio con sus camisas blancas, chaleco negro y la guitarra entre las manos; y Francisco Sánchez, con barba y ataviado con sus batas japonesas en Cancún, donde tenía otra cosa en la que refugiarse y en la que pasaba largas temporadas. Le gustaba con locura bucear en esos fondos transparentes del Caribe y pescar. Se sumergía armado de su arpón; si caía algo, bien, y si no se acercaba hasta el mercado y elegía personalmente el pez que pensaba cocinar. Le encantaba el pescado en todas las versiones, aunque últimamente se había enganchado al crudo. En la ciudad mexicana fue feliz, era el paraíso al que uno acude de vacaciones. Allí se encontraba, jugando al fútbol con su hijo Diego de siete años en la playa, cuando se sintió indispuesto. “Gabriela, llévame al hospital que siento un frío muy raro en la garganta”, le pidió a su esposa. Entró de pie al hospital de Yucatán y perdió el conocimiento. Había dejado de fumar después de años metiéndose dos paquetes diarios. Salvo en el escenario, en los dos documentales citados se le ve constantemente con el pitillo entre los dedos. Los ceniceros y las limas que utilizaba para suavizar las uñas lo acompañaban a todas partes.
Hablábamos al principio del cansancio como una constante más en su carrera. Revisando documentación de entre los miles de páginas que se han escrito sobre su figura en EL PAÍS entre entrevistas y críticas, la queja era recurrente. En 2002, en una entrevista con Margot Molina, con motivo de la entrega del Premio Pastora Pavón por universalizar el flamenco, decía que había que tener respeto por la tradición pero sin que te dejara maniatado: “El flamenco si no evoluciona se muere, se convierte en una pieza de museo”, aseguraba al tiempo que anunciaba su aspiración de “tumbarse en una hamaca”. “La vanidad es algo que se llena muy pronto, estoy muy cansado pero no me voy a retirar. Hay otro dentro de mí que no me deja. Ahora estoy detrás de un nuevo disco, pero yo mismo me he puesto el listón muy alto, así que cada vez necesito más tiempo para componer”.
Su hija Casilda cuenta en la página web del artista que le gustaban las películas de Billy Wilder, la trilogía de Kieslowski, Blanco, Azul y Rojo, y, para leer, algo de Oscar Wilde. De filosofía no quería saber nada. Decía que había leído tanto a Ortega y Gasset que había acabado por analizarlo todo y perder el sentido del humor. Hasta hace bien poco, su página web parecía haber quedado a la deriva, siguen activas las pestañas de contratación, y entre las últimas noticias del artista figura la concesión del doctor honoris causa de música por la Universidad de Berklee College of Music de Boston. Y habría que verle sonriendo en la entrega rodeado de cientos de personas y sin la guitarra entre las manos.
Ahora que se cumple más de un año de su ausencia, su inimitable sonido de su guitarra sigue presente en las múltiples grabaciones que dejó para que disfruten las generaciones futuras. Y las generaciones presentes, junto a compañeros de fatigas, han querido rendirle un homenaje a través de estas 16 canciones que se recogen en este disco. La mitad son versiones de Vámonos ejecutadas por artistas de diferente edad, condición y procedencia geográfica, con los que De Lucía tuvo relación en algún momento de su carrera artística:
Yellow nimbus II: El disco se abre con el pianista de jazz Chick Corea, con quien mantuvo una estrecha relación personal, además de haber tocado juntos en numerosas giras. Afronta la dedicatoria con un solo de piano y variaciones del tema central de la rumba.
Cayos reales: Una base continua de palmas y la percusión de Piraña arropan la guitarra eléctrica de Raimundo Amador y la flamenca de Diego del Morao, que se fusionan para dar a esta rumbita eterna un toque blues del que Raimundo es un auténtico virtuoso.
Aguas de funk: El bajista mexicano Abraham Laboriel no se ha querido perder este homenaje y, acompañado por Piraña a la percusión, resuelve el tema con esos aires funkies que tan bien domina, y que ya había interpretado con Paco en un festival de jazz en Puerto Rico.
Al gran Paco: Con una solemne introducción de piano solo, Chucho Valdés va incorporando la orquestación, de tal forma que la rumba se llena de sonidos caribeños que, con otras notas, mantiene la estructura compositiva, y, aunque se va por otros derroteros, conserva los momentos cálidos y los desmelenes.
Alma de Lucía: Un palmeo de ritmo hipnótico y la melancólica voz de Lucas Vargas —“escucho su guitarra sonando por bulerías”— dan pie a la entrada de la guitarra de Josemi Carmona y del bajo de Alain Pérez, quienes alternan las notas de la rumba con unas variantes del tema Chanela, pero a una velocidad más reposada.
La otra orilla: El joven cantante e instrumentista de oud Dhafer Youssef, de origen tunecino, rinde este homenaje desde la fusión entre sus tradiciones autóctonas y la música de jazz, arropado por la percusión de Piraña y la guitarra de Limón.
¡Vámonos, Jorge! El saxofonista Jorge Pardo era uno de los componentes habituales del Sexteto que, durante varios años y bajo la dirección de Paco, dio la vuelta al mundo; una exposición con solo de flauta marca las líneas maestras de la composición, a la que se van incorporando paulatinamente el bajo eléctrico, percusión, guitarra y teclados; destaca el tratamiento distorsionado de algunos de los párrafos guitarreros y una orquestación muy típica de finales de los setenta.
Paco: El guitarrista autodidacta argentino Luis Salinas, habitual en los festivales de jazz europeos, le ofrece esta composición propia, con su personal estilo de guitarra, una base de percusión y su propia voz: “Paco, tú te fuiste y nos dejaste, nos dejaste sin tu magia, que hoy lloramos sin consuelo; Paco, nos dejaste en silencio, las guitarras ya no suenan, porque no tienen consuelo; Paco, el flamenco ya te llora, porque estás ya en el cielo y te llora el mundo entero… Paco”.
Al otro lado del agua: Michel Camilo consigue un sonido de una claridad pasmosa en su solo de piano y sigue la pauta de la rumba al pie de la letra con ligeras variaciones armónicas.
Julia Amelia: El trompetista Jerry González compone un tema que, con su habitual sordina y con un ligero apoyo de percusión y guitarra, va desarrollando una línea mistérica que acaba diluyéndose lentamente.
Ahí te quedas: Un punteo al bajo de las notas iniciales de la rumba da pie a la entrada en tromba de la orquesta —batería, bajo, trombón, trompeta, flauta, teclados y piano— liderada por el baterista Tino di Geraldo, que interpreta el tema alternando como primeras voces los metales, la flauta o un aflamencado piano, con las variaciones propias de los arreglos e improvisación jazzística, entre las que se amaga con unas notas del porompompero.
Olhos de meu pai: El compositor carioca Ivan Lins le rinde un cumplido homenaje a ritmo brasileño a él y a su padre, que fue quien le dio a conocer la guitarra de Paco.
¡Vámonos, hermano! Su hermano del alma Pepe de Lucía le pone letra a la rumba y, acompañado de un coro y a un ritmo muy suave, lo define como “un hombre entre dos tiempos y entre dos aguas…, la pena que a mí me atrapa”; sentimiento, hondura y desolación por la pérdida de alguien que llegó a ser más que un hermano.
De perdidos al río: El bajista Carles Benavent se marca una composición propia con aires de The guitar trio, arropada por una profusión de cuerdas y una base de percusión que acompañan a una frase musical que se repite en distintas tonalidades y con diferentes orquestaciones.
Vámonos: Entre los más jóvenes de los artistas que forman parte de Entre 20 aguas, el armonicista Antonio Serrano interpreta la rumba al pie de la letra, acompañado por la guitarra de Luis Salinas, el bajo de Alain Pérez, la guitarra de Antonio Sánchez y la percusión de Piraña. Orientado hacia el jazz, Serrano acompañó a De Lucía en sus últimas giras en lo que ha calificado como una de las experiencias más enriquecedoras de su vida.
Primera última vez: Con unos recursos materiales mínimos pero con una rotunda expresividad, la desgarrada voz de José Mercé, acompañada solo de un palmeo y el toque de Piraña al modo de difuntos, marca su personal homenaje al que, sin solución de continuidad, se suma una guitarra y la voz de Alejandro Sanz, quien declara que es la “primera y última vez que canta por soleá”, y le canta a su Paco que no le puede tocar y que vive en la eternidad; tema conjunto que, ¡ay!, pone los pelos de punta.
A este homenaje se podrían haber sumado muchos artistas más de cualquier género o estilo musical, porque la rumba es tan completa que da para eso y para mucho más, y el propio Paco, a lo largo de su carrera en sus infinitas giras por todo el mundo, fue variando la composición, añadiendo instrumentos, alargando la exposición o la rueda de acordes, ilustrándola con un bailaor, mejorándola con el toque de percusión del cajón peruano, pero siempre con esa precisión y endiablada rapidez que nadie podía alcanzar.
Babelia
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