Viendo nevar fuera
Cuando Iñaki Uriarte empezó a publicar sus 'Diarios' fueron una rareza: ahora cobran cada vez más una involuntaria cualidad de declaración de principios
El estilo es el hombre. Conocí a Iñaki Uriarte en Bilbao, después de leer los dos primeros volúmenes de su Diario, y me pareció que conversando con él, en torno a la mesa de una cafetería o a lo largo de una caminata en la noche de llovizna, escuchaba la misma voz que se me había vuelto tan familiar por escrito. A Uriarte, que es tan lector de la prosa reflexiva francesa, desde Montaigne hasta Cioran, es muy probable que le guste ese axioma de Buffon, tantas veces malinterpretado: el estilo es el hombre no porque su artificio o su amaneramiento nos permitan identificar al autor, sino porque emana con naturalidad del carácter y de la vida de quien escribe. Por eso no me costó nada reconocer al autor de esos libros en el hombre que tomaba una cerveza o caminaba a mi lado, ni tampoco a los amigos que iban con él, se veía que amigos de mucho tiempo, veteranos de cenas y conversaciones en las que se mezclaban sin dificultad las divagaciones eruditas y las bromas, la desolación política y el gusto de vivir, los chismes sabrosos o burlescos sobre figurones locales.
La cena, el paseo, la conversación podrían haber sucedido en algunas páginas del diario de Iñaki Uriarte: uno de esos momentos de perfección tranquila que hay a veces en la vida, y que Uriarte sabe retratar tan bien, de apariencia simple, pero compuestos de ingredientes diversos y más raros y valiosos de lo que puede pensarse, una cierta calidez compartida, una temperatura semejante de las aficiones y de los afectos, un escepticismo hacia los grandes aspavientos, los grandes propósitos y las mayúsculas. Unas raciones y unas cañas en una buena cafetería de Bilbao son una cosa muy seria. Una conversación a la vez viva y sosegada, sin mezcla de consignas ni de mala sangre política, con un amor entusiasmado por la literatura y sin rastro de pedantería ni de rimbombancia, tiene mucho que ver con las posibilidades terrenales de la felicidad.
En tiempos en los que se celebra la histeria, un escritor como Iñaki Uriarte puede desconcertar y provocar cierta ira virtuosa
Ese es el espíritu que atraviesa como una brisa limpia los tres volúmenes de los diarios de Iñaki Uriarte. Cuando empezó a publicarlos fueron una rareza: ahora, al cabo de unos cuantos años, cobran cada vez más una involuntaria cualidad de declaración de principios. Los héroes intelectuales de Uriarte son los maestros franceses de la divagación sosegada, interrumpida de agudezas, de epigramas sintéticos que resaltan como chispazos de metal en el fluir de la prosa. Pero sus modelos más cercanos, al menos en español, son Baroja y Pla, quizá los autores que más lejos han llegado entre nosotros a una escritura hecha al paso de la vida; un Baroja y un Pla no amargados por la misantropía ni encastillados en la soledad, el Baroja de Juventud, egolatría, por ejemplo, el Pla de El cuaderno gris o Notas sobre París. Los dos parecen escribir sin un proyecto claro y sin pensar más que en su propio deleite, en la intimidad de un cuaderno, sin más impulso formal que el de la secuencia de los días. Los dos excluyen por igual el abismo interior de la confesión y las agitaciones exteriores. Son testigos de hechos menores y comunes: se han educado en la lectura de Montaigne y Stendhal, pero no el Stendhal con frecuencia atropellado y tremebundo de las novelas, sino el otro, el que no siente la obligación de inventar y exagerar, el que va viajando por ahí y anota cosas sobre los lugares que ve, los caminos, la gente con la que se encuentra, los cuadros, las óperas, las mujeres muy escotadas en los palcos.
En tiempos en los que se celebra mucho la histeria, en los que la impostura pública adquiere formas de abnegación, sufrimiento noble, heroísmo, un escritor como Iñaki Uriarte puede desconcertar, y hasta provocar cierta ira virtuosa. Se sabe por sus diarios que es más o menos un rentista y que se levanta a las once, que no encuentra ninguna nobleza en el trabajo, que pasa varios meses al año en un apartamento en Benidorm. De vez en cuando, él y su mujer, que es profesora de Historia del Arte, viajan en coche por Europa, preferiblemente por Francia e Italia, alojándose en sitios apartados y dignos, comiendo bien, visitando museos. Del pasado laboral de Uriarte lo único seguro es que publicó críticas de libros en El Correo de Bilbao. En las entradas sin fecha de los diarios su estado de ánimo parece mantenerse en un tono intermedio, tan alejado de la euforia como del abatimiento, aunque no de las grisuras de la melancolía, acentuadas a veces por la noticia de la enfermedad o la muerte de una persona querida.
Sus héroes intelectuales son los maestros franceses de la divagación sosegada, interrumpida de agudezas, de epigramas sintéticos
El estilo es el hombre: la vida discurre tan despojada de énfasis visibles como la prosa que la cuenta. Salvo el terrorismo y sus sombras, los asuntos de actualidad tienen una presencia amortiguada en el diario, como el ruido de la calle en una habitación donde alguien se ha encerrado a leer. A Uriarte lo intriga la vehemencia de ciertos escritores o artistas por ser contemporáneos: como si se pudiera ser otra cosa. No hace ningún esfuerzo apreciable por estar al día ni por rendir la preceptiva admiración a las novedades de la moda cultural. Incluso encuentra un placer malévolo en consignar algunas de las tonterías pomposas que enuncian con regularidad sabios de mucho prestigio, artistas citados como oráculos. Parece que habita en los libros que le gusta leer una y otra vez —Montaigne, Pascal, Proust— tan confortablemente, tan agradecidamente, como se sienta en una cafetería a tomar una cocacola leyendo el periódico, o pasea por una playa en la que jugaba cuando era niño, o ve caer una nieve inusitada en Bilbao.
Y cuando el primer tomo del diario va a editarse nota la angustia anticipada, la expectativa temerosa y desmedida de la publicación, y de inmediato añora el vicio impune de escribir en privado: “Y hay días en que me cuesta dormir porque estoy eufórico. Ayer nevaba en Bilbao y yo imaginaba lo bien que estaría ahora si estuviera aquí como hace cinco años, tomando notas al calorcito del ordenador, sin ningún propósito de publicarlas ni de someterlas a la vista ni al juicio de nadie. Viendo nevar afuera”.
Witold Gombrowicz llamaba a su diario “perro fiel de mi alma”. En épocas de máxima tribulación, el uno por el trastorno depresivo, el otro por la soledad y la vejez, Cesare Pavese y Sandor Marai continuaron los suyos hasta muy cerca de la muerte. A Iñaki Uriarte, no sin motivo, le da miedo que el diario se malogre o quede interrumpido cuando caiga sobre él la luz de la página impresa y de la lectura pública. Un diario ha de tener algo de confesión secreta, de refugio abrigado y seguro desde el que se mira a solas el mundo. Pero en el fondo así es como se escribe siempre la literatura, y no importa que vaya a llegar a unos cuantos lectores o a muchos miles. Al publicar sus diarios, Iñaki Uriarte ha descubierto la paradoja que sostiene este oficio: escribiendo para uno mismo o para nadie se escribe para la gran fraternidad de los desconocidos.
Diarios (1999-2003). Iñaki Uriarte. Pepitas de Calabaza. Logroño, 2010.
Diarios (2004-2007). Iñaki Uriarte. Pepitas de Calabaza, 2011.
Diarios (2008-2010). Iñaki Uriarte. Pepitas de Calabaza. Logroño, 2015.
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