Ahí sigue, después de tanto tiempo
Solo podría comparar el disfrute del cine con el amor correspondido
Un amigo me cuenta con entusiasmo adolescente y sin utópico ánimo de lucro que en compañía de otros benditos locos piensa abrir una sala de cine en su ciudad natal, condenada como casi todas las ciudades de provincia a la acelerada agonía de ese opiáceo ritual llamado “ir al cine”, y que además pretenden la osadía de exhibir las películas en versión original. No son los únicos. En Majadahonda, antiguos empleados de los Cines Renoir y vecinos de ese pueblo que no se resignaron a que desapareciera su Arcadia han montado una asociación para que esas desvalidas salas intentaran sobrevivir. Y me aseguran que no hay butacones más confortables que los de unos cines en Las Rozas que han vuelto a abrir después de una década de clausura una gente que utilizó para ello las indemnizaciones de sus despidos laborales. Además, hay pequeñas mesas en las que depositar tus bebidas, incluidas las alcohólicas, si quieres compaginar el placer de ver cine con tomarte una copa, aunque en mi caso sean dos drogas que no conviene juntarlas. Quiero visitar alguna vez esos templos milagrosos. Y ojalá que esa experiencia sea larga y fructífera. Que las personas que tomaron decisión tan arriesgada y épica se hicieran millonarias. O al menos, que pudieran vivir de ello. Y la cinefilia irrenunciable seguir degustando lo que más ama sin tener que moverse de su entorno. O sea, que floreciera la propuesta del viejo grafiti: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.
Hace 120 años, dos hermanos visionarios congregaron por primera vez a un grupo de personas para que vieran en una pantalla imágenes en movimiento. Y nueve meses después empezaron a cobrar por ello. Se apellidaban Lumière y fueron los pioneros de que la vida de tanta gente a ratos se llenara de luz. Y cuenta la historia que los hermanos se sintieron tan felices con su invento que rodaron 1.400 películas. De acuerdo, la inmensa mayoría de los cinéfilos solo les recordaremos por unos obreros saliendo de la fábrica familiar, un regador regado y un tren entrando en la estación de Lyon. Pero el amor hacia la cultura que siempre ha formado parte de las señas de identidad de Francia ha logrado la heroicidad de encontrar y restaurar casi todo lo que filmaron. Y les homenajea con una grandiosa exposición en el Grand Palais. Qué gusto debe dar vivir bien en París.
Y por supuesto que identificamos la plenitud de los primeros tiempos del cine, su capacidad para narrar historias y provocar sensaciones maravillosas no con sus inventores, sino con algunos creadores geniales que percibieron sus posibilidades para introducir la poesía, la épica, la comicidad, la imaginación, el miedo, el amor, la tragedia, a través de lo que filmaba una cámara. Pensamos en Méliès, Griffith, Murnau, Keaton, Chaplin, Von Stroheim, Lubitsch, gente así. Pero todo eso hubiera sido imposible sin los padres de esta criatura, uno de los descubrimientos más gozosos para la vista, el oído, la retina y el alma que han hecho los terrícolas.
Yo, al menos, aunque disponga de capacidad para disfrutar de muchas cosas, no he conocido nada mejor que el cine. Solo lo podría comparar al amor correspondido. Con la diferencia, de que este, antes o después, puede acabarse y el cine siempre estará ahí. Como refugio, éxtasis, ensoñación, droga suprema y sin resaca, entretenimiento, dicha, magia.
Y no sabemos lo que ocurrirá en el futuro con él, pero ya sabemos que será un prodigio que se consume en soledad. Y en formatos que jamás pudieron imaginar sus creadores. Ya ocurre. Y debe de ser una experiencia muy rara ver una película en la pantalla de un teléfono mientras que vas caminando o en esos bares y restaurantes en los que todo cristo está mirando a una máquina, aunque se suponga que se han reunido por el placer de estar juntos, de practicar esa cosa que acabará siendo anormal consistente en hablar con el prójimo utilizando la boca.
Babelia
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