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El arte perdido de la seducción

Divertida y picaresca, Kjaerstad nos cautiva y nos frustra a la vez en 'El seductor' con una relación nunca realizada. El placer de leerlo está en las disgresiones y en su imaginación

Eros y Psique, de Antonio Canova (1793).
Eros y Psique, de Antonio Canova (1793).

La seducción fue siempre un arte perdido y por tanto ansiado. Ser aquel (o aquella) a cuyos pies caen hombres y mujeres flechados por el pequeño dios Eros, sentirnos atractivos y, por eso, poderosos, captar la mirada y el corazón ajeno, son sueños a los que ni siquiera las poderosas sirenas escaparon. La literatura registra fielmente este deseo de ser deseado, y también su frustración y su tristeza, en las palabras de la terrible diosa que no logra seducir al rey Gilgamesh, en la resignación de Circe al no poder retener a Ulises, en las infelices aventuras del persistente Don Juan Tenorio, en las fanfarronadas de Casanova, en la terrible sonrisa de Marlene Dietrich en El ángel azul. A pesar de tantas lecciones, seguimos queriendo aprender a seducir, sin jamás lograr saber cómo ser verdaderos y eficaces seductores.

La divertida novela del noruego Jan Kjaerstad (best seller en su país) nos seduce con la promesa del título y nos frustra, a lo largo de más de 600 tupidas páginas, con una seducción nunca del todo realizada. Inspirado en la novela picaresca tradicional —sombras de la Lozana Andaluza y de Tom Jones—, Kjaerstad nos cuenta el lento y laborioso camino de un joven noruego, Jonas Wergeland, quien se enamora perdidamente de una sonrisa que persigue implacablemente por el mundo para al fin (el lector no pierde nada con saberlo) lograr seducirla y también perderla.

La novela empieza por donde acaba: de regreso a Oslo de la Feria Universal de Sevilla, Jonas descubre que la mujer que lo ha seducido (y con quien por fin se ha casado) ha sido asesinada. A partir de este hecho brutal, el narrador deshilvana la historia de Jonas en episodios de toda suerte, construyendo un rompecabezas con los trozos desmontados. Jonas (nos cuenta el narrador) es una de las figuras más célebres de la televisión noruega, productor de programas inmensamente populares que retratan la vida de noruegos famosos pero desde un ángulo inesperado. El lector comprende que la vida de Jonas narrada por la novela es un reflejo de esas otras vidas televisadas. “Creo en ti”, dice el narrador en la última página. “Y que sepas, Jonas Wergeland, que el que escribe esto no sólo lo hace con la esperanza de que tus compatriotas lo comprendan, sino también, tal vez en mayor medida, para que tú lo entiendas cuando un día lo leas. Y lo que yo quiero que entiendas sólo tú lo sabes.” Toda buena novela está escrita para su personaje principal.

Los episodios de esta vida picaresca no son en su mayor parte eróticos: Jonas es un joven sensible a las premoniciones de catástrofe, capaz de intuir el futuro como un adivino mágico, amigo de la muerte. Es testigo del accidente que acaba con la vida de su mejor amigo, logra escapar a la trampa mortal que le tiende un primo celoso, casi muere cuando es atropellado por una embarcación, es amenazado, sin consecuencias trágicas, por un oso polar mientras está en el retrete.

Como toda novela picaresca, el placer de la lectura está en las digresiones, en los personajes menores, en las reflexiones circunstanciales. Si bien la prosa de Kjaerstad sufre del esfuerzo de no caer en lugares comunes (y de inventar así eufemismos y metáforas un poco absurdas), los episodios están bien imaginados y son, en su mayor parte, bastante entretenidos. Por ejemplo, una de las figuras tangenciales es la tía viajera de Jonas que seguía la regla del famoso Ibn Battuta de “no recorrer nunca dos veces el mismo camino”, y así logró conocer casi todos los países del mundo. Ibn Battuta buscaba las mezquitas más famosas y los personajes más sabios; la tía de Jonas compartía su pasión por las mezquitas, pero sobre todo le interesaba la diversidad del sexo masculino, y con mano hábil había dibujado, en las regiones más diversas del mundo, centenares de penes que, como los minaretes de las mezquitas, desafiaban “la sexualidad reprimida de la cultura musulmana”. “En una ocasión, la tía dibujó el pene erecto de un hombre tumbado boca arriba visto de lado; el escroto como la cúpula suave y redonda, y el propio fuste como un orgulloso minarete”. Gracias a la inquisitiva tía, el adolescente Jonas aprende “que tenía una cosa sagrada entre las piernas”.

Buena parte del modesto encanto de esta novela, para un lector en lengua castellana, reside en la excelencia de la traducción. No leo el noruego, pero comparada a otras versiones, la inglesa por ejemplo, la versión de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo atenúa la fatuidad de ciertas reflexiones y el tono casi cursi de algunas descripciones, para dejar lugar a la acción que, al fin y al cabo, es lo esencial en una novela de aventuras picarescas.

El seductor. Jan Kjaerstad. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Nórdica. Madrid, 2015. 670 páginas. 27 euros.

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