Cantos (y salmodias) de sirenas
Al cabo de 15 días de campaña electoral, me retumban los cantos en la cabeza como si se tratara de un estridente eco que nada tuviera que ver con el dulcísimo de la ninfa griega
En este larguísimo año electoral resuenan como nunca los cantos de sirena. Y, aunque, según explica el maestro García Gual, en alguna iconografía antigua estos seres mitológicos lucían pobladas barbas, la mayoría de los que más se escuchan estos días corren a cargo de mujeres más o menos “cabezas de lista”. Se oyen a la derecha y a la izquierda, aguirristas y cifuentinos, teresianos y susanescos (por cierto, ahí va un palíndromo-advertencia dedicado a la probable presidenta de Andalucía: Anás usó tu auto, Susana), taniasanchezcos y ritabarberanos, cospedalianos y fernanrudínicos, y algunos más. Sus cantos no desmerecen —como era de esperar— a los de sus colegas masculinos; es decir, que, al cabo de 15 días de campaña electoral —porque todas las del año han comenzado al mismo tiempo que la andaluza—, me retumban en la cabeza como si se tratara de un estridente eco que nada tuviera que ver con el dulcísimo de la ninfa griega que se enamoró de su propia voz y rechazaba el amor de los hombres (salvo el imposible de Narciso), y que por ello fue acosada, maltratada y descuartizada por el cabronazo Pan. Para aliviarme de tanta murga, salmodia y canturreo, me sumerjo en De mar a mar, un volumen que contiene la estimulante correspondencia entre Rosa Chacel (1898-1994) y Ana María Moix (1947-2014), editada por Ana Rodríguez Fischer, y que reaparece ahora bajo el logo de la editorial Comba. Selecciono, entre todas, la extensa y muy hermosa carta (del 15 de mayo de 1967) en la que la escritora vallisoletana se declara incapaz de ofrecerle a su amiga consejo acerca de la publicación de su primera novela (Julia, 1970) con una frase memorable: “Si tuviese la más mínima idea de lo que es conveniente hacer en ese caso, lo pondría en práctica con mis libros, y ya ves que no encuentro árbol donde ahorcarme”. En cuanto a la muy compartida pasión por la correspondencia en general (y por la de los escritores en particular) recomiendo Postdata, de Simon Garfield (Taurus), uno de los libros más entretenidos que pueden leerse sobre ese arte casi extinto.
Purgatorio
Por motivos que no vienen al caso, en los últimos tiempos he tenido que leer (en ediciones El Acantilado) la hermosa biografía intelectual y espiritual que el dadaísta de primera hora Hugo Ball (1886-1927) consagró a su amigo Hermann Hesse (1877-1962). El libro fue publicado precisamente en 1927, año del fallecimiento de Ball, cuando el biografiado tenía 50 años. Azaroso destino literario el de Hesse. Autor muy leído en Alemania desde que Peter Camenzind (1904) se convirtiera en una especie de estandarte literario para los jóvenes del movimiento Wandervogel —que veían en el héroe vagabundo de la novela la plasmación de sus propios ideales de búsqueda de espiritualidad y anhelo de vida a espaldas del fragor antiestético de la civilización—, su fama en el resto del mundo le llegó después de que le fuera concedido el Nobel en 1946. En la posguerra, sin embargo, su popularidad comienza a declinar: los primeros año sesenta marcan el punto más bajo en las ventas de sus libros en Suhrkamp, su editorial alemana de referencia. Y, de repente, todo vuelve a cambiar: los hippies de California (y, enseguida, los del resto del planeta) llevan en sus mochilas libros como Siddhartha (1922), El lobo estepario (1927), El viaje a Oriente (1932) o El juego de los abalorios (1943), e irradian a Hesse a millones de jóvenes que, como los del Wandervogel, aspiran a una vida más auténtica basada en la espiritualidad y el autoconocimiento. Los libros de Hesse, convertido en esa época en un icono pop, contienen casi todo lo que necesitan los “antisistema” de la década prodigiosa: amor libre, uso de drogas para el autoconocimiento, “contracultura”, espiritualidad, rechazo de la “civilización occidental”. Se reeditan sus obras en Estados Unidos con portadas psicodélicas y colores eléctricos, y se introducen algunos de sus libros en los curricula universitarios. Y luego, vuelta al purgatorio. A un purgatorio de lujo en el que sus principales libros se siguen vendiendo a un ritmo que ya quisieran otros de sus colegas purgantes, pero mucho menos que en los años del esplendor psicodélico. Alianza, la editorial española de la mayoría de sus obras, publicó en 1967 El lobo estepario (traducción de Manuel Manzanares) en su serie El Libro de Bolsillo, y hasta ahora no ha parado de reeditarlo; de los más de 350.000 ejemplares vendidos desde entonces, unos 40.000 lo fueron en su primer año, lo que da una idea no sólo de la expectación que despertó el libro de Hesse entre los lectores españoles, sino también del estupendo funcionamiento del “boca a boca” en una época en la que los departamentos de mercadotecnia aún no mandaban tanto.
Coda
A estas alturas no me cabe duda de que no son los dioses los que crean a los seres humanos “a su imagen y semejanza”, sino los creyentes los que crean a los dioses a la suya, de acuerdo con sus ansiedades, temores y anhelos. Y lo mismo a sus demonios, claro. Ahí tienen, por ejemplo, la sañuda campaña de la extrema derecha, de la derecha y de parte de la socialdemocracia más rosada contra Podemos, lo que ha contribuido —junto con las incoherencias, torpezas, comportamientos sin explicar e indefiniciones de la formación del señor Iglesias— a desinflar el globo de sus perspectivas de voto. Hace unos días escuché a un célebre gurú del neoliberalismo tertuliano motejarlo de “coalición comunista”. Estupendo. A esos agitadores prehistóricos del fantasma que en algún tiempo recorrió Europa, seguidores conspicuos de las doctrinas ultraindividualistas de Ayn Rand y de Margaret Thatcher, sólo les falta disfrazar al señor Iglesias de aguerrido proletario enarbolando el martillo, y a la señora Sánchez, de revolucionaria campesina blandiendo la hoz, como si el conjunto constituyera una reencarnación castiza de la estatua del Obrero y la koljosiana, la célebre escultura de Vera Mújina. En cuanto al enigma Podemos, espero con interés (forjado en la lectura de sus colaboraciones en este periódico) la próxima publicación del ensayo del profesor Ignacio Torreblanca Asaltar los cielos (en Debate, el 9 de abril). A lo mejor me aclara algo (y, quizá, también a usted, indeciso lector o lectora, mi semejante, mi hermano o hermana). •
Consuelo
En todas partes cuecen habas. Una reciente encuesta encargada a Ipsos por el Centre National du Livre (estos gabachos siempre me dan envidia; por cierto, ¿a qué se dedica el desaparecido señor Lassalle) subraya lo que ya era una certeza empírica: los jóvenes franceses (entre 15 y 24 años) leen menos. Por ejemplo: sólo un 12% de ese segmento de la población se percibe a sí mismo como “muy lector”, frente al 30% de los mayores de 65 años. Algo confirmado por el hecho de que, si bien un 33% de los lectores franceses declara leer cada vez menos libros, el porcentaje se eleva hasta el 45% en el caso de los jóvenes. Los apocalípticos afirman que la lectura lleva camino de convertirse en un entretenimiento para jubiletas y viejunos. En fin, mal de muchos, consuelo de tontos. •
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