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TEATRO | EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cosas que aprendí la otra noche

El crítico teatral sube al escenario y siente que el público, en la oscuridad, parece un mar nocturno

Marcos Ordóñez

Tengo una sensación rara. Por un lado, como si no hubiera sucedido, como si lo hubiera soñado. Por otro, no paran de volverme emociones. Hará un par de semanas subí al escenario del Romea porque Borja Sitjà tuvo la gentileza de invitarme a formar parte del ciclo Solos. “Tienes el escenario para ti durante una hora. Haz lo que te apetezca”, me dijo. No lo cuento para darme pote, sino porque aprendí mucho. Como en el ciclo hay grandes actores y yo todavía no estoy loco, decidí hacer una lectura que se llamó Autobiografía. Pedí orientación a mucha gente, tanta que no cabe aquí.

Me dieron consejos sabios, claros y prácticos. Resumiré mucho. Israel Elejalde: “Alterna los tonos. Los graves, los humorísticos. Encuentra el ritmo de cada pasaje. Y no corras”. Joan Ollé: “Deja que los textos respiren. Y te diré algo que parece muy obvio pero que a menudo se olvida: al transcribirlos, procura que cada página acabe en un punto, para evitar pasarla a mitad de frase, que queda fatal”. Para esquivar el miedo, Irene Escolar me recomendó: “Piensa siempre en el presente de cada fragmento. En la diana, como dice el maestro Donnellan. Y ten agua a mano. O piensa en medio limón: a veces, el escenario seca la boca. Pero, sobre todo, disfruta. Es un placer estar ahí y contar historias”. Lluís Pasqual: “Lee de pie. Proyectarás mucho mejor. Sentado, se comprime el plexo solar y se tiende a bajar la cabeza, a cerrarte”.

Me sentí muy arropado. Me lo pasé en grande viendo trabajar a Sergio Lobaco y a Rai Segura, enormes técnicos. Sergio me dijo: “Para que estés tranquilo, te voy a poner las luces de modo que no veas ni una cara del público”. Y lo hizo. Para el primer texto, sobre la guerra en Barcelona, Rai montó rugidos de aviones, sirenas de alarma y el estallido de las bombas, mientras Sergio soltaba nubes de humo sobre el desierto pedregoso de Fedra. Y la banda sonora que armó Rai sonó de fábula.

Aquella mañana tuve un regalazo. José María Pou estaba con una gripe del siete, pero se pasó por el Romea para dirigirme. Pensé en el gran George S. Kaufman, al que llamaban “The Big Fixer”: en un par de horas revisó todo y me dio indicaciones sensacionales. “Lanza los textos como si tuvieras una enorme necesidad de comunicarlos. El público ha de sentir esas ganas. Si son importantes para ti, lo serán para ellos. Entra alto y sal alto: hay que saber cogerles y saber soltarles. Tienes tendencia a bajar los finales: evita eso. Y quítate la gorra, que la visera te tapa la cara, te ensombrece. Parece que te estés escondiendo. Hay que ir a cara limpia”.

Montse Tixé, gran regidora, ató todos los cabos y me dijo: “Puede que te asustes al salir. Es normal, pero tan pronto notes que el público responde con un silencio o una risa, te crecerás, te sentirás feliz y no querrás bajar de allí”. Así fue. El público, en la oscuridad, parece un mar nocturno. La adrenalina me recorrió los brazos y temí el pánico. Luego sucedió lo que Montse me había dicho: calma y alegría. Y un gran placer, sí. Al acabar, en el camerino, Pou señaló: “Mi trabajo consistía en observar y mejorar el tuyo pero, lo más importante, en darte confianza”. Gracias, maestros.

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