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PREMIOS GOYA 2015 | IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En las sábanas blancas

En un mundo sin televisión, el cine, las películas en sí, los lugares en los que se proyectaban, el camino hacia ellos, constituían un universo de maravilla

Antonio Muñoz Molina
Omero Antonutti y Sonsoles Aranguren, en 'El Sur', de Víctor Erice.
Omero Antonutti y Sonsoles Aranguren, en 'El Sur', de Víctor Erice.

A los niños antiguos, los adultos no tenían el menor problema en fastidiarnos, en meternos miedo para divertirse, en gastarnos bromas de repetición exasperante. Nosotros lo sabíamos, pero aun así caíamos en la trampa, no sé si por una absurda esperanza infantil de que aquella vez las cosas fueran de otro modo, o simplemente por un reflejo tan inmediato como el de un perro que no puede no salir corriendo detrás de una pelota que se le arroja. Una de las bromas que nos hacían a los niños antiguos, pasada la cena, a la hora siempre prematura de irse a la cama, de deportarnos a la soledad fría del dormitorio mientras ellos seguían en sus cosas, era decirnos, en un tono de promesa: “Y ahora nos vamos al cine”. Nosotros sabíamos que eso era imposible, y que el adulto se estaba burlando, y sabíamos tan bien como él cuál sería el final de la broma, pero a pesar de todo no podíamos evitar una palpitación de entusiasmo, la disponibilidad del niño para lo inusitado. ¿Y si fuera verdad que no nos mandaban a la cama, sino que nos iban a regalar el prodigio inverso, a esa hora, el de ir al cine y ver una película? Al fin y al cabo los mayores eran capaces de decisiones sorprendentes. En un mundo sin televisión, el cine, las películas en sí, los lugares en los que se proyectaban, el camino hacia ellos, constituían un universo de maravilla, literalmente incomparable: no había nada que se pareciera al cine, al resplandor de sus imágenes desmesuradas, porque el niño no sabía hacer el ajuste mental necesario para ver las figuras como si tuvieran un tamaño real. Ir al cine era mucho más que ir al circo, o a aquellos espectáculos tan meritoriamente infantiles y pedagógicos entonces como las parodias de corridas del Bombero Torero y su cuadrilla de enanos. Ir al cine, en verano, era escuchar de lejos la música de los anuncios del cine al aire libre, y avanzar por un pasillo de grava y con olor a dondiego de noche hasta desembocar delante de la pantalla inmensa, iluminada de luz blanca, recortada contra un cielo nocturno en el que entonces se distinguía sin dificultad la Vía Láctea.

¿Y si fuera verdad que no nos mandaban a la cama, sino que nos regalaban el prodigio de ir al cine?

Y en invierno ir al cine era internarse medrosamente en vestíbulos con moqueta roja y con columnas de purpurina dorada que para nosotros tenían un esplendor oriental, y ver desde arriba, desde el graderío de tablas desnudas del gallinero, una pantalla en la que las imágenes siempre cobraban una distorsión de encuadre expresionista, y adquirir también conciencia de las jerarquías sociales y del sitio que nos tocaba en ellas. Desde tan alto, la gente del patio de butacas, en sus asientos cómodos forrados de rojo, parecía pertenecer a otra especie. En el gallinero había broncas, y grandes temblores de pisotones sobre las tablas cuando en la pantalla sucedía una persecución o una pelea a puñetazos. También había raros individuos oscuros que se arrimaban mucho a uno y a veces le decían en voz baja, al oído, cosas que uno no entendía pero que lo asustaban, y cuando se encendía la luz ya habían desaparecido.

En todo eso pensaba insensatamente el niño antiguo cuando le anunciaban de pronto que en vez de irse a la cama lo iban a llevar al cine. Y a continuación sonreían, o soltaban directamente una carcajada, y decían lo que ya sabíamos que iban a decir, porque el niño empezaba pronto a aprender que la vida estaba hecha de repeticiones, de pautas invariables:

—Claro que vamos al cine. Vamos al cine de las sábanas blancas.

Y quizá, se me ocurre de pronto, si nos hechizaba tanto ese embuste, más que por credulidad, o por una confianza no del todo infundada en nuestros mayores, era por el sonido de esas palabras, por su fuerza poética de la que solo fuimos conscientes al cabo de los años. Veo las palabras con mayúsculas: El Cine de las Sábanas Blancas. Las veo retrospectivamente como el nombre iluminado en la noche de uno de aquellos cines que fueron para nosotros el ábrete sésamo y la cueva del tesoro, el submarino del Capitán Nemo. Imaginábamos, escarmentados, de camino a la cama, ese cine fastuoso irradiando toda la belleza de su nombre, con la fuerza literal que tienen las palabras en la conciencia infantil. Pero en nuestro dormitorio a oscuras, pugnaces contra el sueño, arrebujados en colchas y mantas contra el frío, era otro cine de las sábanas blancas el que habitábamos, no la sábana tensa como una vela de la pantalla, que en los cines de verano se ondulaba en las noches de viento, sino las sábanas mismas de nuestra cama, de nuestro insomnio febril, en el que proyectábamos películas secretas, imaginadas con un lujo de superproducciones de domingo de estreno: películas que habíamos visto y que recordábamos, o que nos habían contado, porque el cine tenía una deriva de narración oral, o de las que conocíamos nada más que el cartel con sus colores muy fuertes y sus figuras heroicas, y sus títulos que nos repetíamos en voz alta como para destilar de ellos la historia que contenían. En el cine de las sábanas blancas se proyectaba la película de miedo de las sombras en el dormitorio, de la negrura entreabierta del armario y los crujidos de pasos o de criaturas al acecho. Y era en esa misma pantalla donde a la mañana siguiente nos parecía haber visto las imágenes de los sueños, que solían ser a todo color, pero no tenían sonido, como en un futuro tecnólogico alternativo en el que hubiera llegado el cine en color, pero no el sonoro.

La película más hermosa y rara que conozco, ‘Pennies from Heaven’, es un largo sueño sostenido

Ahora me doy cuenta de que el cine que más me gusta es casi siempre un cine que podría llamarse de las sábanas blancas: el que sumerge en un estado de ensoñación, en un tiempo sin continuidad con el antes y el después de la vida real, el que me seduce con las armas de la poesía y de la música, aunque sea sólidamente narrativo, el que me da la impresión de estar viéndolo de noche, aunque lo vea en un televisor o en una pantalla de portátil a plena luz del día. Es un cine que puede verse en el interior de algunas películas: en La prima Angélica, el personaje de José Luis López Vázquez recuerda una película de túneles y máscaras antigás que ha aparecido en algunas de sus pesadillas y que se titula Los bandidos ciegos de Londres. En El espíritu de la colmena y en El sur, el brillo plateado de las películas en blanco y negro que atraen como faros a los personajes es el de las sábanas blancas de ese cine secreto de cada uno en el que se proyecta simultáneamente lo recordado, lo inventado y lo soñado. La película más hermosa y más rara que conozco, Pennies from Heaven, de Herbert Ross, es como un largo sueño sostenido. Hasta imaginar y escribir novelas tiene una parte de cine de las sábanas blancas, y leerlas también: imágenes muy precisas, pero también incompletas, que no ve nadie más, que se proyectan como en una sala oscura, en una soledad sin testigos, o en compañía de sombras de desconocidos, en un sueño simultáneo.

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