Encuentro con el enemigo
Pablo Messiez dirige 'La piedra oscura', un relato de Alberto Conejero que indaga en la memoria colectiva
Es al final de esa noche tan larga y tan oscura, en ese amanecer que se sabe trágico, con el mar golpeando cerca, cuando el soldado dice por fin su nombre —“me llamo Sebastián, mi nombre es Sebastián”— y no miente sobre su edad —“voy a cumplir dieciocho”—. Es la confesión a un amigo que horas antes era un enemigo desconocido y al que le fue negando tenazmente sus dolores y carencias, sus angustias y la culpa que arrastra. Es el símbolo del muro que se ha desmoronado y con ello las banderas, los estandartes y los bandos de esa maldita guerra. La ideología es cosa interna de cada uno. El teniente de artillería, Rafael, también ha decidido poner palabras a su relato y ha llorado ante ese soldado desconocido por sus culpas y su amor intenso y feliz con un poeta. “Pagarán por cada lágrima y cada muerto… Los que te han obligado a estar aquí. Esos pagarán. Y los perseguirá la vergüenza hasta el último de sus días”, le dice Rafael, ya abrazado al desconsolado Sebastián. Las primeras luces del día inundan entonces esa lúgubre habitación de un hospital militar en Santander el 18 de agosto de 1937, justo un año después del asesinato en Granada de García Lorca. El mar sigue retumbando fuera.
La piedra oscura, título de una obra de teatro de Federico García Lorca, no se sabe si perdida o nunca escrita, de la que solo se conocen los personajes y los momentos iniciales, y en la que el poeta iba a abordar el tema de la homofobia, da título también a la pieza que el dramaturgo Alberto Conejero (Jaén, 1978) estrena el próximo miércoles en el teatro María Guerrero, de Madrid, bajo la dirección del argentino Pablo Messiez (Buenos Aires, 1974) y la interpretación de Daniel Grao y Nacho Sánchez. La piedra oscura, publicada por Ediciones Antígona con prólogo de Ian Gibson, está inspirada en el personaje real de Rafael Rodríguez Rapún, estudiante madrileño de Ingeniería de Minas, secretario del grupo teatral La Barraca y, según Ian Gibson, “el más hondo amor de Lorca”, que murió a los 25 años el 18 de agosto de 1937, luchando como teniente en el bando republicano tras las heridas sufridas en el frente de Santander, en Bárcena de Pie de Concha. A partir de hechos reales de la existencia de Rodríguez Rapún —dos años de investigación y testimonios directos de conocidos y familiares sobre este estudiante del que se conoce poco, hijo de un frutero y una criada, que muy joven vivió el impacto de conocer a Lorca no solo en su relación homosexual, sino también en ese explosivo y creativo entorno cultural de la II República en España—, Conejero teje un mosaico de ficción y fabula en torno a lo que pudo ser, pero no fue, la última noche de Rafael cuando, hecho prisionero por el bando nacional, pasó esas horas bajo la vigilancia de un jovencísimo e inexperto soldado que antes del comienzo de la contienda se dedicaba a las faenas del campo con su madre. Toda una construcción de una ausencia —nombres, datos y fechas son absolutamente reales— para poner sobre el escenario, de manera directa y emotiva, la necesidad de memoria colectiva —“¿cómo podemos seguir teniendo muertos en las cunetas?”, se pregunta Conejero, que prefiere hablar de memoria colectiva más que de memoria histórica—, pero también la redención a través del encuentro con el “otro” y la capacidad sanadora y salvadora del lenguaje cuando este se aborda sin manipulaciones. De alguna manera, la ficción le ha permitido al autor arrojar luz sobre la realidad.
Pablo Messiez, que con esta obra se estrena como director en el Centro Dramático Nacional, escenario que pisó en 2007 en su primer viaje a Madrid como actor con Un hombre que se ahoga, de Veronese, está fascinado. Se le ve exultante. Él, tan obsesionado siempre con el poder de la palabra, se ha encontrado con un texto que califica de “necesario y que trasciende una situación histórica concreta”. “El texto habla de la importancia de la memoria y de mantener los relatos de generación tras generación a través del poder de la palabra, de cómo cada uno de nosotros quedamos en la memoria de los otros. Es algo sobre lo que hay que volver una y otra vez. Y qué mejor que a través de Lorca y del teatro. Es una función que habla de la esencia del teatro, de repetir cada noche las palabras para que la historia no se olvide”. Pero, por encima de Lorca y de la tragedia de la guerra, La piedra oscura es, ante todo, según Messiez, el encuentro de dos personas que encarnan dos versiones diferentes y que, a medida que van poniendo palabras a sus relatos, palabras a las culpas que cada uno arrastra, van entrando en comunicación y se van acercando y sus cuerpos se transforman y sudan y lloran. “Lo más conmovedor es poder ser testigos del encuentro de esos dos seres humanos, tan alejados al inicio, y cómo se van necesitando poco a poco para acabar fundidos en un abrazo difícil de separar. Más allá de un trabajo arqueológico y de investigación sobre la historia, lo importante es dejarse llevar por la situación presente de estas dos personas que viven ante el espectador esa necesidad de encuentro profundo y verdadero entre ellas”.
Algo está pasando fuera de esas cuatro paredes lúgubres. Se oyen voces lejanas, gritos, portazos, órdenes. También el mar. Pero en esa habitación del hospital militar aguardan su destino dos hombres solos que no se conocen y que pertenecen a bandos enemigos. Uno es el guardián del otro, lleva una cruz colgada al cuello y tiene un fusil en el regazo. En la otra esquina, el prisionero, herido sobre un camastro sucio, con la camisa ensangrentada. Los dos nerviosos, angustiados. El guardián no quiere hablar, tampoco quiere oír las palabras del que tiene a su cargo —“Voy a aclararte una cosa. No me gusta hablar. Nunca me ha gustado hablar ni la compañía de los otros. No solo es el protocolo. No es solo que no nos convenga que alguien ahí fuera pueda escucharnos. Soy un hombre reservado. Piensa lo que quieras pero es así”—. El prisionero, Rafael, sí siente la necesidad de contar quién es, cómo se llama, quiénes son sus padres y hermanos, quiere que avisen a su familia si algo le ocurre… Insiste ante la cerrazón de su compañero. “¿Dónde estabas?”. “¿Cuándo?”. “Cuando empezó todo esto”. “Basta”. “Yo estaba en San Sebastián, de vacaciones…”. Y la conversación continúa y el soldado se va aflojando y cuenta que quería ser músico, que nunca fue al teatro y que a Lorca solo le oyó hablar una vez por la radio. Daniel Grao y Nacho Sánchez insisten en el tema del encuentro, ellos lo están viviendo en cada función de ensayo. “Es a partir de la escena donde nos contamos dónde nos pilló la guerra cuando todo se empieza a resquebrajar, la otra España, el bando contrario se desmorona y pierde todo el sentido. Es entonces cuando empiezan a aflorar los dos seres humanos con sus dolores y sus carencias”, asegura Grao, mientras Sánchez apunta: “Se ve cómo ambos personajes arrastran una culpa que comparten, que no les deja descansar y que todo ha sido provocado por ese suceso externo a ellos”. Y con el plus de belleza y admiración de “Federico y su teatro”, añade Grao, para quien esta función tiene un poder sanador. “En este encuentro no hay víctimas ni verdugos, ni malos ni buenos. Hay un punto de mayor conciencia y de pérdida del sentido de las banderas, las insignias y los estandartes de uno y otro bando. Es una manera sana de enfrentarse al pasado, de que cicatrice, pero para conseguirlo hay que enfrentarse a ello y no olvidarlo jamás”.
Y para que el espectador no olvide esa situación todavía inconclusa de los muertos en las cunetas, para que todos puedan detener un momento su mirada y ponerse en la piel de los familiares afectados, las 68 butacas de la sala de la Princesa del María Guerrero estarán cubiertas por unas camisas blancas con rastros de heridas y sangre, como la que lleva el prisionero Rafael, para, de manera simbólica, dar cabida en el teatro a los muertos de guerra. “Para ver esta función hay que sentarse sobre una ausencia”, dice Messiez.
La piedra oscura. De Alberto Conejero. Dirección: Pablo Messiez. Intérpretes: Daniel Grao y Nacho Sánchez. Teatro María Guerrero. Madrid. Del 14 de enero al 22 de febrero.
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