Crónicas de espejismos
En ‘Poder freak’, Jaime Gonzalo realiza la cartografía de las miserias de la contracultura
Ha sido buena la cosecha nacional. Al menos, dos de los libros musicales publicados en 2014 han funcionado como pedruscos lanzados en las aguas encharcadas de la escena pop española. Con distinta repercusión: está pasando desapercibido precisamente el que contiene una mayor carga de profundidad.
Cuestión de tonelaje, me temo. En teoría, el volumen final de la trilogía Poder freak (Libros Crudos), de Jaime Gonzalo, se puede asimilar independientemente de los dos anteriores pero sus 450 páginas parecen intimidar al lector de la era Twitter. Este tomo tercero describe la evolución desde el rock and roll al rock, antes de desembocar en la prensa underground, las comunas y las religiones hip.
La de Gonzalo es una de esas labores de erudición enciclopédica por las que resulta imposible no sentir admiración. Y aprender: aunque viví con bastante cercanía aquellas turbulencias, he descubierto datos nuevos, ángulos frescos, conexiones inesperadas en esta monumental Crónica de la contracultura.
Advierto que este cebo esconde un anzuelo mortal. Casi se siente la respiración agitada del autor mientras junta un punto con otro y emerge el perfil de aquella bestia de las mil cabezas. Sin embargo, Gonzalo renuncia a cualquier empatía con los protagonistas. Prefiere robustecer su pliego de cargos: aquellos rebeldes eran esencialmente estúpidos o, en caso contrario, se dejaron comprar con facilidad por un capitalismo que supo fagocitar cualquier voluntad “revolucionaria”.
Lo estoy simplificando pero por ahí van los tiros. Supongo que conviene leerlo de nuevo ¡y tomando notas!: las tres entregas de Poder freak, que deberían ser libros de referencia, carecen de índices. Cierto que se puede picotear entre sus agudas percepciones. Paladeen esta descripción del impacto del primer rock and roll en oídos vírgenes: “Una dosis adecuada de saxofones centelleantes y tambores estruendosos consigue en un segundo lo que a la fornicación, sin contar lo que cuesta encontrar con quien practicarla, le lleva minutos. Las hormonas se encienden de un chispazo y el cuerpo arde en tea liberadora, petrificando al individuo en un instante de regeneración liberadora. La ordinaria rutina cotidiana desaparece sepultada bajo los penetrantes efectos de música y palabras; la sacudida que estos producen, a semejanza del alcohol, infunde el poder, o el valor, de creerte dueño de tu destino, de disipar las dudas y saber por una vez quién eres”.
Ese potencial emancipador es castrado por la industria y por los propios músicos, “engrasados por el aceite de la corrupción y la codicia”. Se agradece que Gonzalo evite, en general, la imantación de las teorías de la conspiración: ya saben, todo lo que ocurrió a partir de los sesenta fue milimétricamente diseñado por la CIA, los Illuminati o, vaya, el KGB.
¿Interesan estas batallitas? Pienso que sí, sobre todo en tiempos de intenso cuestionamiento del Sistema. ¿Hablamos de asuntos candentes o de historia lejana? Recordarán la respuesta de Chu En Lai a Richard Nixon en 1972, cuando éste le pregunta por el impacto de la revolución francesa: “Es demasiado pronto para valorarla”. Todavía se discute si el primer ministro chino hablaba de la consumada Revolución de 1789 —lo que reforzaría el mito de la parsimonia oriental— o a los acontecimientos de Mayo de 1968.
El segundo libro al que me refería, limitado a 155 páginas, sí ha logrado incidir en el actual debate político: Indies, hipsters y gafapastas lleva al territorio musical planteamientos lanzados por Podemos y similares. Pero el trabajo de Víctor Lenore merece un análisis extenso. Otro día.
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