Zaj, un sonoro grito artístico en plena dictadura
Se cumplen 50 años de la fundación del pionero grupo conceptual español
Para remontarse a los orígenes del arte de acción en España hay que viajar 50 años a través de la endiablada carretera que comunica Las Palmas con el pueblito de Ayacata. Allí, entre los roques de lava del centro de Gran Canaria, se erige la pintoresca casa donde vive apartado del mundo desde hace dos décadas Juan Hidalgo (Las Palmas, 1927), fundador junto a Walter Marchetti (Canosa di Puglia, 1931) y Ramón Barce (1928-2008) de Zaj, grupo experimental de cuya primera noticia se cumple medio siglo.
Sucedió el 19 de noviembre de 1964 entre las 9.33 y las 10.58. Los tres salieron de Batalla del Salado, 1, dirección madrileña en la que vivían Hidalgo y Marchetti, viejos amigos de Milán, con la madre de aquél. Trasladaban tres estructuras de madera. Pararon a tomar cazalla en el bar Pascual. Dijeron: “Todo está bien por ahora”. Y: “Nada iría bien ya nunca”. El traslado, cuya distancia reprodujo el paseo de Durruti antes de ser abatido por un francotirador, culminó en el colegio Mayor Menéndez Pelayo, donde dos días después interpretaron ante las risas nerviosas y toses secas de los asistentes, una variación de la pieza de silencio 4’33”, de John Cage.
“El impacto fue enorme”, recuerda en Ayacata Hidalgo sobre una acción de la que se informó a toro pasado. “También lo de Durruti vino después, en la forma de una ocurrencia de Barce, que fue el que dio con el nombre de Zaj a base de decir monosílabos”.
El paseo quedó como final de ese viaje que Hidalgo llama pre-Zaj y que arrancó cuando él y Marchetti conocieron en Darmstadtt, en 1958, en el Festival de Nueva Música, a Cage, con su modo irónico de empujar la partitura más allá de Webern y Schoenberg. Allí, Hidalgo, que había estudiado piano y composición en Barcelona, París y Ginebra, presentó por segundo año consecutivo una pieza serial. “Aquel día, al oír a John se nos rompieron todos los esquemas, y no solo a nosotros, sino a toda Europa”, explica Marchetti por teléfono desde Milán.
Pero la conexión con el artista estadounidense no fue solo musical. El zen, practicado por Cage y que Hidalgo estudió “en profundidad en Italia durante 10 años”, contribuyó a unir lazos. “Para ciertos tipos de música y para Zaj fue fundamental”. En ese aceptar las cosas como vienen, propia de las enseñanzas orientales, podría estar la respuesta a por qué ambos cambiaron a principios de los 60 Milán por una España en plena dictadura. “Italia se estaba volviendo estrecha”, opina Marchetti. “Unos amigos se empeñaron en que fuéramos a Madrid a hacer música contemporánea. Querían organizar un grupo de cámara. Y claro, era gente con familia, que estaba en la miseria. Creían que disponíamos de dinero para pagar sueldos”, recuerda Hidalgo. “¡Como no nos pagaran ellos!”.
De aquel malentendido nació Zaj, una aventura musical, plástica, teatral, poética, gráfica y postal insólita en el arte español, pero con conexiones internacionales con grupos, entre el neodadaísmo y el happening, como Fluxus o Gutai. “Nos comunicábamos con gente que estaba caminando por caminos singulares en América, Japón o Islandia, a través de correos, que ganó mucho dinero con nuestro arte. Pero nadie copió a nadie. Nadie pensó nunca que estuvo antes”, según Hidalgo.
El trabajo de aquellos primeros años (pronto sin Barce, que abandonó el grupo) es una mezcla, de fotos —que presentan a señores con traje y corbata actuando en torno a pianos preparados en colegios mayores, institutos de idiomas o salones de actos— a las tarjetas Zaj. Con su contundencia tipográfica y extraña poética cercana al eslogan, sirvieron hasta principios de los setenta para conciertos, felicitar las pascuas, hacer crucigramas o montar festivales y exposiciones.
Incluso los que se lo tomaban a cachondeo veían que nuestra estética y la de la dictadura eran distintas y pensaban: ‘Estos no pueden ser franquistas
En un cartón de 1967, Marchetti consignaba los movimientos de una mosca en una ventana. En otro, se podía leer: “Ni Fu Ni Fa. Fi. Pero Yo, Fo. ¿Y Fe? Fe en Fo”. O: “Zaj es como un bar. La gente entra, sale, se toma una copa y deja una propina”. Este último es uno de los más citados del grupo, porque define el carácter abierto del colectivo, al que se fueron sumando muchos artistas temporales (Schommer, Tomás Marco, Millares..) o permanentes, como José Luis Castillejo, diplomático y escritor fallecido en septiembre, fundamental en la producción editorial de Zaj, o la última premio Velázquez Esther Ferrer (San Sebastián, 1937), incorporada en 1966. “Fue pura casualidad”, recuerda por teléfono desde París, donde vive hace cuatro décadas. “Un amigo me dijo que Zaj actuaban en San Sebastián y que necesitaban una chica. La cosa salió bien, y me invitaron a unirme”.
Y el público, ¿cómo reaccionaba? “Entendían mucho, porque nuestras acciones eran muy directas”, cree Marchetti. “No se había visto algo así en España, ni en Europa”, añade Ferrer. “Incluso los que se lo tomaban a cachondeo veían que nuestra estética y la de la dictadura eran distintas y pensaban: ‘Estos no pueden ser franquistas’ Más allá de nuestras intenciones en aquel contexto nuestro arte quedaba politizado”. “Zaj no buscaba provocar por provocar”, zanja Hidalgo. “Pero claro, todo pensamiento, todo arte es irremediablemente político”.
La sentencia quedó probada durante su participación en 1972, en los Encuentros de Pamplona, festival internacional de arte experimental. La cita, auspiciada por el grupo musical ALEA y el empresario Juan Huarte, que financió ese año los billetes de avión para una gira de Zaj por EE UU, quedó atrapada entre el acoso de las autoridades gubernativas y ETA, que colocó dos artefactos explosivos para boicotear su celebración.
Tras la llegada de la democracia, la actividad continuó. Y en 1996, el Museo Reina Sofía reconoció la labor del colectivo con una retrospectiva que acabó en funeral. Durante la inauguración, Hidalgo, el mismo que había declarado en 1987 a Juan Manuel Bonet en Diario 16 que “Zaj no se disuelve ni con Bisolvón”, respondió, preguntado por Fernando Samaniego, de EL PAÍS, que el grupo había muerto en ese preciso instante. Esther Ferrer se enteró del óbito por el diario al día siguiente. Superadas la pena y la sorpresa, despegó su singular carrera en solitario coronada por el Premio Nacional (2008) y el Velázquez (2014). “Walter se marchó a Milán y se casó. Yo me tuve que quedar en Madrid, porque no tenía dinero y mi madre estaba muy enferma”, explica Hidalgo en su refugio de Ayacata, donde vive con su marido, Carlos Astiarraga, 17 perros sin pelo del Perú y decenas de gatos sphinx, a cuya cría se dedica Carlos, “en vista de que el arte en este país no da para más”.
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