La literatura no se reunificó
Los autores del Este sacaron las letras alemanas de su estancamiento. Bajo el Estado totalitario escribir no era un entretenimiento, sino un medio de supervivencia mental
La deportación de la minoría alemana de Rumania a los campos de trabajo rusos, en Todo lo que tengo lo llevo conmigo de Herta Müller; una saga familiar de comunistas alemanes a lo largo del siglo XX, en En tiempos de luz menguante de Eugen Ruge; una colonia de escapistas intelectuales en el Dresde de los años ochenta, en La torre de Uwe Tellkamp, o el viaje de un viudo alemán por Centroeuropa guiado por el diario de su mujer húngara, en El monstruo de Terezia Mora. Los títulos más comentados de la literatura en lengua alemana de la última década forman parte de una narrativa que hasta hace poco se desarrollaba al margen de la poderosa industria literaria alemana, pues se caracterizaba por contenidos demasiado políticamente significativos para un entretenimiento ligero y por propuestas formales demasiado ambiciosas para una lectura en el metro.
Sin embargo, no solo la crítica ha tomado nota de la singular calidad de esta aportación, sino también las instituciones y el mercado literarios. El premio con más repercusión internacional, el Premio del Libro, que se entrega en la Feria de Fráncfort, creado como instrumento de venta, había distinguido ya a Tellkamp, Ruge y Mora. Este año, con Lutz Seiler y su extraordinaria, convulsiva novela Kruso, ha vuelto a apostar por un autor nacido en la parte oriental de Alemania y por un libro de altos vuelos literarios.
El galardón para Kruso representa una clara señal de distanciamiento de los dictados de la industria librera y de vuelta a la literatura con mayúsculas que desde los años noventa en Alemania ha quedado relegada a un segundo plano. A la desaparición de las grandes figuras de la generación de posguerra y el envejecimiento de los del 68, se ha sumado la toma del mundo editorial por agencias y multinacionales y la profesionalización de los jóvenes escritores. Como consecuencia, la literatura alemana más visible ha dejado de ser lo que la distinguía: un medio públicamente activo de concienciación social, de reflexión y análisis.
El pasado histórico juega un gran papel en los argumentos de la narrativa surgida después de 1989
Quienes la sacaron de su estancamiento en la intranscendencia han sido precisamente autores con raíces en otras culturas o criados en el Estado totalitario, donde la literatura no es un entretenimiento, sino un medio de supervivencia mental. Con semejante aprendizaje no es de extrañar que tanto los lectores como los escritores socializados en Alemania Oriental sepan más de las posibilidades de la literatura y le exijan más. La literatura alemana no solo no se ha reunificado —lo cual no es ninguna pérdida, como ya vaticinó el desaparecido escritor germano-oriental Jurek Becker en 1990—, sino se ha diversificado, ha abierto sus horizontes, y las experiencias vitales y propuestas estéticas de los escritores criados en la antigua RDA, en Rumania, Hungría o Irak enriquecen enormemente el panorama literario alemán.
Otra vida es posible
El pasado histórico juega evidentemente un gran papel en los argumentos de la narrativa surgida después de 1989. Aparte del panorama de época o de la crónica de hechos al estilo de Uwe Tellkamp o Eugen Ruge, que convencen ya por su valor instructivo y crítico, lo que fascina especialmente de ella son los libros que abordan proyectos alternativos de vida, envenenado fruto de la imposición de las circunstancias. Como el que presenta la premiada Kruso, de Lutz Seiler (Gera, 1960), con su colonia de fugitivos del sistema durante el último año del régimen socialista, donde el protagonista entra en una sociedad paralela —solidaria e idealista primero, controladora y fosilizada al final— en una pequeña isla del Báltico. O como el de Kathrin Schmidt en No morirás (otro Premio del Libro), con la escritora de un pueblo de provincias en Turingia, madre cincuentona de cinco hijos que se enamora de un transexual. La novela recrea en un primer plano la recuperación de una apoplejía, pero Schmidt (Gotha, 1957), poeta de primer rango y novelista publicado en España por Tusquets (La expedición Gunnar Lennefsen), crea un personaje tan matizado y rico, en un entorno tan sorprendentemente abierto que caben múltiples existencias en ella.
Trauma colectivo, tragedia individual
El maestro indiscutido de esta disciplina, de la matización y complejidad, sin embargo, sería Reinhard Jirgl. Nacido en 1953 en Berlín Oriental, su obra entera gira en torno a los traumas colectivos y tragedias individuales de la división y reunificación de Alemania. En una docena de novelas, rebosantes de estallidos emocionales de hombres resentidos con su destino violentamente truncado, traza un imponente panorama épico del pasado alemán reciente. De momento solo se ha traducido al castellano su epopeya Los incompletos (Cómplices), sobre los alemanes expulsados de Checoslovaquia tras la Segunda Guerra Mundial. A una escuela narrativa parecida, la del realismo sucio, pertenece Clemens Meyer (Leipzig, 1977), que en su libro de relatos La noche, las luces (Menoscuarto Ediciones) presentaba un muestrario de perdedores de la reunificación. En su reciente opus magnus En chirona, ha compuesto un escalofriante relato coral sobre el mundo de la prostitución y su parte en la reconstrucción económica de Alemania Oriental, que solo por el valor con el que ataca el tema de las mafias merece la máxima atención. Una garantía para temas de peso controvertidos se puede extender también a la obra de Antje Rávic Strubel (Potsdam, 1974). En la mejor de sus hasta ahora seis novelas, Capas boreales del aire, aborda el difícil legado psicológico de una socialización en la RDA: subordinación laboral, mentalidad de denuncia y homofobia misógina.
Inmigrantes, pero no exóticos
En cuanto a los autores alemanes criados en otros contextos culturales, hace tiempo ya que su escritura ha dejado atrás la "literatura migratoria" con su tópico colorido exótico. El abanico temático abarca desde la tragicomedia filosófica de Sibylle Lewitscharoff, pasando por la poesía paisajística de la última novela de Esther Kinski hasta el diálogo de religiones de Navid Kermani. Lewitscharoff, nacida en 1953 en una tradicional familia suaba de Stuttgart, pero de padre búlgaro, es la voz intelectualmente más fogosa de su generación. En Apostoloff (Adriana Hidalgo) relata el viaje de dos hermanas alemanas a Bulgaria, la patria de su padre, desplegando con humor cáustico un catálogo de los prejuicios y miedos alemanes ante los países del Este. Mientras en Blumenberg (también Adriana Hidalgo) presenta un sagaz homenaje al filósofo judío que rodea de animales imaginarios, amores soñados y un nirvana en la selva amazónica.
Aparte de la crónica son
Sherko Fatah, en cambio, toca un registro decididamente político y serio. Autor nacido en 1964 en Berlín, de padre kurdo, tematiza desde su primera novela, Tierra de frontera (Siruela), la vida en la zona entre Turquía, Irak e Irán, y enlaza con su sobria prosa realista las sociedades de Oriente Próximo con la sociedad alemana. Ilija Trojanow (Sofía, 1965), criado en Kenia y Alemania, mediador cultural multilingüe y comentador lúcido de la sociedad alemana, es internacionalmente conocido desde su novela El coleccionista de mundos (Tusquets). Sobre el arabista, explorador y espía al servicio de la corona inglesa sir Francis Richard Burton. En los punzantes relatos de su libro más reciente, Donde Orfeo está enterrado, Trojanow describe la desolada realidad en la Bulgaria poscomunista. Por su parte, Terezia Mora, nacida en Sopron (Hungría) y ganadora del Premio del Libro del año pasado, ya desde su primera novela, Todos los días (Roca), explora con un lenguaje torrencial, voluptuoso las zonas fronterizas de la sociedad del bienestar, las caídas de la existencia, la errancia del refugiado globalizado, o sea, el mundo tal y como lo conocemos tras la caída del muro de Berlín.
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