Julia Franck: “La grietas mayores se han cerrado en Berlín”
Un diálogo con la autora, nacida en Alemania Oriental y huida al Oeste a los ocho años
Converso con la escritora Julia Franck (1970) a propósito de los 25 años de la caída del muro de Berlín, su ciudad natal, en la que aún reside. Le tocó vivir de cerca acontecimientos que cambiaron el rumbo histórico de Alemania, de los cuales ha ido dejando huella testimonial en sus escritos. Dos novelas, Zona de tránsito y La mujer del mediodía han sido publicadas en castellano por Tusquets y de la segunda existe asimismo una edición en catalán.
Fernando Aramburu. El 9 de noviembre de 1989 parecía un día laborable como tantos, el típico día gris de otoño en Alemania. Me coloqué con la cena delante del televisor para ver el telediario de las ocho en la primera cadena, sin sospechar la sorpresa monumental que iba a depararnos el célebre locutor Hanns Joachim Friedrichs. Sin previo aviso, la RDA acababa de abrir sus fronteras. Imagino que usted, que residía en Berlín, vivió la caída del Muro con especial intensidad.
Julia Franck. Yo estudiaba bachillerato aquel otoño de 1989 en Berlín Occidental, vivía lejos de mi familia y trataba de repartir mi vida amorosa entre tres hombres. No solía ver la televisión y aún no he visto aquel noticiario. A un amigo y novio mío que trabajaba como cámara en la cadena Spiegel-TV le tocó grabar las primeras imágenes de la caída del Muro. Con su equipo de periodistas, había viajado una semana antes por la RDA a fin de informar sobre las movilizaciones. Se desplazaban entre Leipzig, Dresde y Berlín. Fue él quien me mantuvo al corriente de lo que sucedía. Por supuesto que todos aquellos días y semanas fueron para mí sobremanera excitantes. Yo conocía ambas partes de Alemania y sus diferencias sociales y estructurales mucho mejor que cualquier miembro de mi generación. Mi familia había soñado toda su vida con un acontecimiento como aquel, sin imaginar que alguna vez se cumpliría. Tuve sentimientos encontrados. Conociendo las divergencias entre una y otra parte, presentí las enormes dificultades que acarrearían el choque de dos mentalidades distintas y el reto de un desarrollo común en el futuro.
F. A. Usted nació en Berlín Oriental. Tenía ocho años cuando su madre logró pasar con sus cuatro hijas al otro lado. ¿Cómo recuerda aquella experiencia?
J. F. Mi madre solicitó en 1974 por vez primera un permiso de viaje. Con la típica fuga habría puesto en peligro nuestras vidas. Le denegaron el permiso. La Stasi la interrogó. Nos vigilaban los vecinos, los maestros del colegio y los conocidos. La siguiente vez que mi madre solicitó el permiso le prohibieron trabajar. Era actriz. Le asignaron puestos de trabajo en el cementerio y en una oficina de correos. Para la cuarta tentativa de abandonar la RDA se valió de un embuste. Contó que tenía previsto casarse en la parte occidental con un señor que en realidad era un hombre de paja al que había pagado. Gracias a dicha triquiñuela obtuvo en 1978 el permiso.
F. A. Supongo que las preparó previamente a usted y sus hermanas.
J. F. Nos contaba maravillas de la parte occidental. Nos hablaba de los amigos que volveríamos a ver, huidos en los años precedentes. Ella dispondría de tiempo para ocuparse de nosotras, puesto que no tendría que trabajar mucho. Aquellas horas del traslado fueron de enorme incertidumbre. Ninguna de nosotras se hacía una idea del tipo de vida que nos esperaba. El único lugar al que poder dirigirnos era el centro de acogida de Berlín-Marienfelde.
F. A. No fueron ustedes precisamente al paraíso.
J. F. Al principio nuestra estancia en Berlín Occidental resultó muy problemática. En el centro de acogida compartíamos un cuarto diminuto con una familia rusa. El centro estaba rodeado por una alambrada con pinchos y en parte también por una tapia. Había una barrera a la entrada, atendida por personal de vigilancia. Durante meses no pudimos recibir visitas, a menos que fueran solicitadas mediante trámites engorrosos. El centro hacía el efecto de una prisión. A los niños nos permitían la salida durante el día para ir a la escuela, donde nos hacían burla por nuestra condición de acogidos y nos pegaban.
Al cabo de 25 años la ciudad es una sola. Me suena a ocurrencia folclórica el que alguien sostenga hoy día que no podría vivir en la parte oriental o en la occidental
F. A. Lo cuenta usted en su novela Zona de tránsito, que fue adaptada al cine.
J. F. La dificultad de llevar una vida privada, y no una vida atrapada entre dos sistemas políticos, se debía sobre todo al hecho de que mi madre, sola para criarnos, se había quedado sin la posibilidad de ejercer una profesión. Por un lado, no hallaba la manera de conseguir un empleo después de cuatro años de prohibición laboral, sin contratos ni actuaciones en la parte oeste. Por otro, no le reconocían su formación, lo que le habría permitido obtener una contratación o emprender el aprendizaje de otro oficio. Esto nos forzó a vivir durante varios años en el Berlín libre de la ayuda social, en unas condiciones de gran pobreza.
F. A. Hasta hace pocos años se decía que la separación de la ciudad persistía en las mentes de muchos de sus habitantes; que culminan los procesos históricos, pero estos siguen activos en el interior de las personas.
J. F. Todavía persiste aquella separación en las cabezas de muchos. Conozco a gente del Este que habla de los del Oeste como si fueran una especie extraña, que no se aventuran a entrar un centímetro en la otra parte, y al revés lo mismo. A mí me duelen ambas posturas por cuanto mi identidad se corresponde con las dos partes.
F. A. Hoy día, cuando me desplazo por Berlín, me cuesta un poco saber si estoy en lo que fue el Este, si he entrado en lo que fue el Oeste. Veo que la gente se ha repartido por todos lados y que la ciudad, por más que cada distrito conserve rasgos propios, forma un conjunto unitario.
J. F. Uno de los mayores regalos que me ha hecho la vida fue la caída del Muro. Dos años antes murió mi padre. Un número considerable de personas perdieron la vida tratando de escapar. Otras no pudieron ver nunca más a su madre o a sus hijos después de haber huido. Es un hecho afortunado que Alemania volviera a unirse. Y sí, al cabo de 25 años la ciudad es una sola. Me suena a ocurrencia folclórica el que alguien sostenga hoy día que no podría vivir en la parte oriental o en la occidental. Las grietas mayores se han cerrado. Eso es magnífico.
F. A. Salvo unos pocos tramos, el Muro desapareció con bastante rapidez. No había más que ver a todos aquellos ciudadanos con martillos, arrancando trozos para el recuerdo. ¿Acierto si afirmo que hubo un propósito colectivo por borrar cuanto antes las huellas de la historia?
J. F. No. Esa historia ha quedado grabada en las diversas capas arquitectónicas de Berlín. En cualquier parte de la ciudad se conservan antiguas edificaciones. Sobre todo los edificios construidos entre los sesenta y ochenta se diferencian claramente según estén en el Este o en el Oeste. En ellos hallará un valor testimonial el observador atento, mientras que la arquitectura de los noventa muestra los lugares donde estaban los espacios desiertos, esto es, donde se levantaba el Muro. Claro está que en la antigua parte oriental se llevó a cabo un rápido proceso de modernización, mientras la occidental continuó en su apacible sueño de la Bella Durmiente. De ahí que en la actualidad los visitantes tengan a menudo la impresión de que el oeste de Berlín presenta un aspecto avejentado, de ruina y desmoronamiento, y crean estar en la parte occidental cuando descubren las fachadas nuevas. Berlín es un ejemplo fascinante y significativo de las huellas que deja la historia en la imagen de una ciudad.
Mi familia había soñado toda su vida con un acontecimiento como aquel, sin imaginar que alguna vez se cumpliría. Tuve sentimientos encontrados.
F. A. Me pregunto por el provecho literario que pueda ofrecer el Berlín actual a una autora de su generación. Esta ciudad liberal, multicultural, cosmopolita, ¿le resulta estimulante? ¿La encuentra relatable?
J. F. En cierto modo Berlín es relatable. La ciudad figura en todos mis libros, excepto en el primero. Sin embargo, he notado que no es importante para mí si estoy sentada a mi escritorio en medio de Berlín o en alguna montaña. Uno visualiza en literatura un espacio por medio de imágenes interiores. La experiencia que he reunido aquí, valiosa desde el punto de vista de la literatura, es humana y no geográfica. Un pueblo de la montaña puede ser igualmente inspirador para una obra literaria mía. Para eso no hace falta una ciudad como Berlín.
F. A. Ignoro hasta qué punto puede pesar la historia alemana del siglo XX en autores actuales, si dicha historia se hace presente en ellos al modo de una herida interior. No descarto que les brinde la ocasión de definir su propia identidad por la vía de formular preguntas y acaso responderlas.
J. F. La historia alemana del siglo XX es todo eso. Una herida, una úlcera, un arma, un instrumento. Pero sería erróneo minimizarla y justificarla de algún modo, diciendo que hoy día es una posibilidad para formular a partir de ella preguntas y responderlas. ¿Tuvo Alemania que matar a millones de seres humanos con el fin de hacer hoy preguntas sobre la propia identidad? Alemania asesinó, desterró y borró en sí misma una parte preciosa de su identidad. Fue aquí donde determinados hombres planearon una ruptura con la civilización y la llevaron a cabo con un sentido nacional excluyente, como nunca antes había ocurrido en la humanidad. Este fenómeno suscita preguntas que no se pueden responder.
Fernando Aramburu, afincado en Alemania desde 1985, es autor de tres libros de relatos y seis novelas.
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