Arte hecho con los escombros de Europa
Una exposición en Londres celebra la obra del alemán de Anselm Kiefer
En una primera, controvertida y entonces mal entendida declaración artística, el alemán Anselm Kiefer se retrataba a sí mismo a finales de los sesenta ataviado con el antiguo uniforme militar de su padre y replicando el saludo nazi ante prominentes localizaciones en Europa. Aquella obsesión del autor contra la amnesia social y política ha sustentado a lo largo de más de cuatro décadas una obra singular que recurre a materiales evocadores de las ruinas de la posguerra para sumergirse en el pasado reciente de su país a partir de una iconografía plagada de símbolos. Un centenar de esos cuadros e instalaciones a gran escala, construidas con cenizas, tierra, paja, plomo u hormigón, protagoniza la primera gran retrospectiva que Reino Unido dedica, desde este sábado en la Royal Academy de Londres, a quien considera uno de los grandes referentes contemporáneos de las artes plásticas.
El gesto de desafío de un joven artista nacido cinco meses antes del final de la Segunda Guerra Mundial (Donaueschingen, 1945), y criado entre sus escombros, aparece plasmado en una serie de fotografías y pinturas cuya imaginería nacionalsocialista era ilegal en la Alemania de la posguerra, abocada a la pérdida de memoria para conjurar el sentimiento de fragilidad, vergüenza y culpa. La respuesta explícita y áspera que destilan esas imágenes de Kiefer abre la exposición, consagrada a un autor que se inspira en poetas, científicos, filósofos y escritores para abordar su visión cíclica del tiempo y la historia, junto a otros temas como la mitología o la relación entre el arte y la espiritualidad.
Dos gigantescas urnas de cristal instaladas en el patio del museo encierran una flota de barcos de plomo que en la primera aparecen suspendidos por cuerdas, pero acaban oxidados y desmembrados en el fondo del mar recreado en la segunda. La instalación alude a las teorías del poeta y escritor futurista ruso Velimir Jlébnikov sobre las grandes batallas navales que la historia reproduce cíclicamente, avalando la idea de Kiefer de que lo que parecen referencias históricas son en esencia cuestiones de nuestro tiempo.
El interior del recinto despliega una serie de cuadros de desoladores y opresivos bosques wagnerianos, un símbolo del nacimiento del nacionalismo alemán, y de los paisajes arquitectónicos diseñados para la exaltación del Tercer Reich con edificios de corte neoclásico que conducen al artista a reflexionar sobre su apropiación de valores de antiguas civilizaciones, del arte, la cultura y la mitología. El girasol, una referencia a su admirado Van Gogh, aparece una y otra vez en los diversos escenarios de Kiefer como una naturaleza muerta en la que destaca la negrura de las semillas, pero que para el artista alemán representa también el potencial de vida, de renacimiento.
Esas flores sobresalen casi calcinadas de una suerte de pira funeraria que responde al título de Las Edades del Mundo, monumental instalación en la sala octagonal del corazón de la Royal Academy donde el pintor y escultor de 69 años apila una montaña de restos de sus obras descartadas, en un ejercicio de reflexión sobre su propia singladura. La pieza, al igual que otras muchas de la muestra, ha sido concebida expresamente —y por tanto se exhibe por primera vez— para la retrospectiva de la institución de Piccadilly en la que Kiefer es académico honorario.
Su obra, tan difícil de desentrañar como potente visualmente, experimenta con materiales duros que priman en las pinturas sobre las propias acuarelas. Y, entre todos ellos, el plomo aparece como un elemento fundamental que moldea libros de desmesurado formato o en algunos cuadros deja de ejercer de medio para convertirse en el mismo lienzo, punteado con diamantes que representan a las estrellas en el cosmos de Kiefer. La interrogación metafísica impregna la etapa tardía de una producción expuesta en la Royal Academy cronológicamente, y que culmina con el regreso a esos bosques a modo de un laberinto de pinturas de las riberas del río Rin. Justo en el punto que separa a los antiguos antagonistas de Alemania y Francia, tierra esta última en la que Kiefer decidió hace más de dos décadas instalar su vida y su arte.
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