Vieja escuela, nueva escuela
La cita musical reúne en Madrid a la promesa Jake Bugg y al veterano Beck
Uno salía arropado por proyecciones psicodélicas, una banda espectacular y la vitalidad de un veinteañero. El otro, con la guitarra como única arma, una discreta iluminación que dejaba en penumbra a sus músicos y sobriedad ante el micrófono. El primero era Beck, vieja gloria del rock ya en la cuarentena que acaba de publicar Morning phase,su primer disco en seis años. El segundo, Jake Bugg, publicaba su debut en 2012 y, con solo 20 años, ha sido comparado con Dylan o Johnny Cash. Ambos contradecían ayer en el festival Dcode de Madrid el papel que les toca por edad. La vieja escuela aún tiene acné y la modernidad hace tiempo que luce patas de gallo.
Beck era el plato fuerte de una cita que esperaba reunir a entre 15.000 y 18.000 personas en su cuarta edición. El estadounidense acentuaba el carácter nostálgico del festival Dcode, última fiesta del verano, última oportunidad para lucir camisas hawaianas, coronas de flores y sombreros de paja. Los acordes de Devils haircut, single de su disco Odelay (joya que le encumbró en 1996) congregaba a un público que quizás por aquel entonces escuchaba tan solo el sonido de su propio chupete. A los más mayores, aquel revival les sonaba a gloria. Ellos coreaban con más energía que nadie (la misma que lucía el cantante, que parecía haber rejuvenecido hasta aquel disco fundacional) el estribillo con el que Beck se plantaba ya en el tercer tema: “Soy un perdedor/ I’m a loser, baby / So why don’t you kill me”. Veinte años después de Loser, con el pelo corto —pero con sombrero—, Beck sigue jugando a ser un gamberro.
Jake Bugg nació el año en que Loser llegó a las tiendas. Le correspondería, quizá, el papel de jovenzuelo rupturista que adoptó por entonces su compañero de cartel. Pero el británico recorre otras sendas. La suya es la del rock y el folk, y a ella se limitó anoche. Aferrado a su guitarra, con un pelo a lo beatle revisitado, el casi adolescente disparaba sus letras sin descanso, pronunciado un tímido “Thank you” de tanto en tanto con su marcado acento. No prometía fiesta, aunque la rozó. Exhibió el rasgueo alegre de Seen it all, pero también un paréntesis entre bailes para Broken, solo sobre escena, con seis cuerdas como único acompañamiento.
No fue el británico quien llevó la nostalgia a los campos de rugby de la Universidad Complutense. En torno a las seis, cuando unos pocos cientos de personas remoloneaban ya sobre el césped, apenas era necesario que el operario de turno regara festivamente a los presentes para ahuyentar el sol. El otoño se había instalado con la voz profunda y oscura de Anna Calvi, más propia quizás para espacios cerrados e íntimos. Los más entusiastas coreaban el potente Jezebel que ofrecía la artista. Los que habían llegado hasta la Ciudad Universitaria para apurar agosto esperaban ya en el escenario contiguo la improbable fiesta pseudoétnica de Bombay Bicycle Club.
Para Marta y Susana, madrileñas de adopción y vallisoletanas de nacimiento, ese era el pistoletazo de una fiesta que debía durar hasta las cuatro y media de la madrugada. Ninguna de estas dos veinteañeras había podido abandonar la capital durante el verano (el trabajo se impone) y veían el evento como la única forma de entrar en la fiebre festivalera, aunque fuera sin salir de Madrid. “No es igual que irte con tu mochila y tu tienda de campaña, pero el ambiente es parecido”, comentaban resignadas. La organización ha puesto a la venta más de 22.000 entradas pensadas, sobre todo, para los rodríguez que buscan en los 32.000 metros cuadrados del recinto una compensación por las vacaciones que nunca fueron, o las que dejaron de ser hace semanas.
Quedaban entonces ocho largas horas de fiesta que la organización había orquestado situando los principales conciertos a partir de las diez de la noche, aunque la música hubiera comenzado a sonar a las cuatro de la tarde en los tres escenarios. Entre Beck, el peso pesado, y Chvrches, su tercero, mediarían cuatro horas de paseos por el césped. Todo por apurar con tristeza un verano menos, un verano más. O por empaparse de guitarreo y saltos antes de que el curso musical madrileño haga parecer el Dcode un sueño lejano.
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