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La mecánica de la locura

'Rosa enferma', el libro póstumo de Leopoldo M. Panero, puede leerse como el testamento ológrafo del poeta

Leopoldo María Panero en la Residencia de Estudiantes en 2005. Foto: Luis Magán
Leopoldo María Panero en la Residencia de Estudiantes en 2005. Foto: Luis Magán

 La publicación de Rosa enferma a pocos meses de la muerte de Leopoldo María Panero (1948-2014) invita a valorar literariamente un libro que tenderá a leerse como un certificado de últimas voluntades, y a considerar el lugar de su autor en la poesía de nuestro tiempo. El libro no decepcionará a quienes han reducido su figura a icono de lo demoniaco y la contracultura, aunque no desencuaderna la sensibilidad del lector; y no principalmente porque la reiteración atenúe el efecto de blasfemias, besos negros, incesto, coprofagia, profanación de cadáveres y toda la caterva de perversiones imaginables (no hay escándalo que cien años dure), sino porque en los últimos títulos la execración y el furor pánico han cedido paso a una mecánica del desconsuelo que se pronuncia mediante el gimoteo ritual de palabras que solo se dicen a sí mismas.

Miembro de una familia de poetas que ha alcanzado los altares de la mitología, a Leopoldo María Panero ya no se le reclamaban obras geniales, sino una vida ejemplar. Convertido en apóstol de una desolación con su culto y sus cultores, su liturgia y sus exégetas, para muchos fue el cuervo que arrancó los ojos de quienes lo criaron: su padre, el poeta Leopoldo Panero, cuyas palpitaciones existenciales forman acorde, bajo lenitivo biensonante y endecasílabo, con las disonancias del cholo César Vallejo; y su madre Felicidad Blanc, una dama de belleza delicuescente que se imaginó enamorada y musa de Cernuda, y que parecía haber vivido para habitar como un espectro su libro de memorias Espejo de sombras (1977).

Este maudit que lanzaba sus esputos contra el optimismo leibniziano, sublime sin interrupción según ordena Baudelaire, conoció los psiquiátricos y los arrabales de la heroína, y estuvo encarcelado en los galpones de la dictadura por aplicación de la ley de vagos y maleantes. Paradojas de la vida, no recibió por ello el desprecio de los lectores ni la condena de la sociedad biempensante, encandilada por la calamidad. Por el contrario, su personaje fue objeto de biografías sublimadoras y centralizó, entre otras, la película documental de Jaime Chávarri El desencanto (1976), en que la familia Panero procedía a una freudiana necropsia del padre, muerto en 1962; y su obra fue reunida en sucesivas entregas de poesías completas, estudiada en ensayos académicos, propuesta como lectura en cursos de posgrado, acogida en colecciones de clásicos y elogiada por sus contemporáneos más cultos (Gimferrer) y más clarividentes (Azúa). Así, Panero el loco obtuvo con sus intemperancias y desaires la corona de laurel que en vano persiguieron, como Tántalo, otros autores bien dotados y mejor dispuestos.

Estos poemas crepusculares testimonian una tribulación ajada por el uso, mediante citas intertextuales 

El poeta que había deslumbrado con fulguraciones de Rimbaud o de Trakl en La muerte en Carnaby Street (1970), y que en Teoría (1973) se abismaba en un camino de autodestrucción de la mano de Nerval o de Poe, bajo los relámpagos oníricos de Blake y la atracción funeral de Böcklin (La isla de los muertos), fue evidenciando una compulsión creativa que ya no concebía el poema como una construcción planificada, sino como una salva de fogonazos negros al compás de los espasmos de un neurótico obsesivo. Tras El último hombre (1984) y Poemas del manicomio de Mondragón (1987), su escritura se va astillando en versos sin argamasa y estructuras proclives a la disgregación, apenas hilvanadas por la cantinela batiente de emblemas del acabamiento que expresan el desguace de un mundo reducido a cenizas: "Cuando estoy rezando solo a Mallarmé / y orinando en los bordes de la tumba / de nadie".

Los poemas crepusculares de Rosa enferma testimonian una tribulación ajada por el uso, mediante citas intertextuales que saltan de otros libros a este y presentan una similar forma de locución: "El hombre es una pasión vil, Spinoza lo dijo", "escribo estos versos para que vuelvan los dioses / Ricardo Reis lo dijo plagiando a Pessoa mientras ladraba un perro", "Yo escupiré sobre vuestras tumbas / Boris Vian lo dijo"… Estas recurrencias aparecen como calcificaciones en el alma del poeta, quien trata de responder con ellas a las invocaciones de los habitantes del mundo exterior contra el torreón donde se ha enclaustrado con su locura, como Hölderlin, para ya no salir nunca: "Y los pájaros gritan: Scardanelli, Scardanelli".

Los versículos del volumen siguen mostrando la potencia de unas imágenes desarboladas. Sucede así en su reivindicación del vacío por madre interpuesta ("Y allí supe por boca de mi madre mallamada Felicidad / que el hombre volverá a reinar sobre la nada") o al definir la poesía como "un sepulcro para llorar tan solo / zumo de rosas demacradas…" En esta necrópolis brilla una desesperación tan enquistada, tan sostenida en el tiempo, que ha perdido toda capacidad de decirse a través de la exasperación o el desgarrón expresivo. Al cabo, solo queda la poesía como el árbol del ahorcado del que pende un guiñapo que musita: "Ya los pájaros comen de mi boca / como si estuviera por fin solo / colgado del último verso".

Rosa enferma. Leopoldo María Panero. Prólogo de Antonio Marín Albalate. Huerga & Fierro. Madrid, 2014. 96 páginas. 23 euros

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