Desembarco vikingo a sangre y fuego
Exposiciones, libros y la serie televisiva sobre los “hombres del Norte”
No llevaban cuernos, es un hecho, pero eso no significa que fueran hermanitas de la caridad, o como ha apuntado algún historiador con grotesca corrección política "hábiles comerciantes en viaje de negocios, que a veces usaban el hacha y la espada”. Hace ya más de veinte años, prácticamente al mismo tiempo que se despojó a los vikingos de los míticos cuernos de sus cascos —un ornamento que en realidad nunca lucieron, y que sirvió para bestializarlos y demonizarlos, con perdón del Vicky de los dibujos animados—, comenzó una lenta campaña para reivindicarlos en aras de una visión más equilibrada de la historia. Esa tendencia, necesaria, ha servido muy positivamente para librarnos de muchos tópicos y acabar con la imagen estereotipada del guerrero rubicundo e hirsuto, corpulento y brutal, sediento de sangre, oro y cerveza que llegaba en su veloz barco de cabeza de dragón para perpetrar asaltos, violaciones y masacres sin cuento. Un vikingo racial, belicoso y despiadado, que ha dado pie a mucho rock duro y bajo cuya advocación los nazis reclutaron tropas (como la 5º División Panzer de las SS Wiking) entre las poblaciones nórdicas que materializaban su concepto del superhombre.
Se ha insistido en que en realidad las gentes escandinavas, que agrupamos comúnmente bajo el nombre de vikingos, no eran en esencia muy diferentes de sus contemporáneos medievales y se dedicaban a lo que todo hijo de vecino: cuidar de los campos, el ganado y las familias, y tratar de salir adelante en tiempos difíciles. Así, el acento se ha puesto en la vida cotidiana, el arte, la poesía escáldica, la tecnología y las creencias, el arado y no la espada, dejando a menudo en segundo plano, e incluso disimulándolos, los aspectos más incómodos —y que habían caracterizado a los vikingos hasta entonces— como la guerra y la piratería. El péndulo, como suele suceder, ha ido esta vez demasiado lejos en aras del relativismo cultural —Odín se revolvía en su Valhöll (el lugar conocido popularmente como Valhalla)— y asistimos ya a un nuevo cambio de tendencia que persigue ofrecer un retrato más acorde con la realidad, que no era tan simpática. Vamos, no te llamas Erik Hacha Sangrienta por tu sutileza mercantil.
Los guerreros vikingos se tatuaban y vestián de una manera que
El caso es que la visión más reciente, sin volver al estereotipo salvaje del XIX, recupera algunas de las características primordiales de los vikingos y destaca, por ejemplo, la centralidad de la violencia en su mundo, ya desde su cosmogonía, un estremecedor conjunto de hechos, lugares y seres muy poco amables que ha divulgado entre la juventud los cómics y películas del dios Thor convertido en personaje de Marvel. De alguna manera, pues, el vikingo se resiste a perder sus cuernos (los metafóricos), sus aristas. Novelas como las seis emocionantísimas (y tremendas) de la serie de Bernard Cornwell protagonizada por el guerrero Uhtred (Edhasa) durante las invasiones vikingas de Inglaterra, o ensayos como Los vikingos, el terror de Europa (Ariel, 2014), de Paddy Griffith, sobre la manera vikinga de hacer la guerra, son testimonios extremos de esa nueva tendencia. En dos de las revisitaciones actuales de los vikingos con más impacto popular, la gran exposición que les ha dedicado el British Museum este año y la serie de televisión Vikings (History Channel), que ha terminado con gran éxito su segunda temporada, los vikingos tienen mucho de los vikingos de toda la vida: aquellos que cuando venían lo mejor era apartarse.
Su propio nombre —aunque hay diversas teorías— se hace derivar generalmente del término del antiguo nórdico vikingr, pirata o asaltante, y viking, expedición de saqueo, lo que parece significativo. La exposición del British dedicaba un apartado entero a la guerra y subrayaba cómo los guerreros vikingos se tatuaban y vestían de una manera que encuentra paralelismos en los punks y los Ángeles del Infierno —o los piratas del siglo XVIII—, tratando de arrojar una imagen de fiereza que impresionara (¡y lo hacía!) al primer vistazo. La muestra también abordaba los siempre incómodos (!) sacrificios humanos, de los que hay numerosos testimonios. Ominosamente, el término vikingo para sacrificio era blót, y, según el arqueólogo y especialista en el paganismo nórdico Neil Price, uno de los colaboradores de la exposición, parece que lo habitual era matar a la víctima utilizando “un grado de violencia mayor del necesario”, practicando la degollación “en una manera calculada para producir un impresionante rociado de sangre arterial”.
Los tatuajes y la sangre a espuertas nos instalan en el universo de la serie televisiva Vikings, que muestra mucho de ambas cosas y aunque visualmente pueda alinearse con productos como Spartacus, es muchísimo más perspicaz. Señalemos lo curioso de que ambas series tengan el antecedente de una película del mismo título (y tema) protagonizada por Kirk Douglas. Aquí rompemos una lanza —y valga la imagen del arma de Odín— por el inolvidable filme de Richard Fleischer de 1958, con grandes escenas antológicas como la entrada de los barcos —el gran Régis Boyer advertía que había que llamarlos dreki, dragón, y no drakar, “un monstruo filológico inventado en el XIX”— en el fiordo y Einar-Douglas saltando alegremente sobre los remos.
En Vikings, la serie, el protagonista es el mismo legendario rey danés Ragnar Lodbrok (Calzas Peludas) que encarnaba libérrimamente Ernest Borgnine en Los vikingos, aunque lo muestra al principio de su carrera y definitivamente más guapo (Travis Fimmel). Es curiosa la fijación de los guionistas con Ragnar habiendo como hay tantos vikingos interesantes, y pienso por ejemplo en Harald Hardrada, probablemente el más grande de los vikingos, aunque yo tengo una debilidad por Olaf Tryggvason, que al verse perdido en la batalla naval de Svöld saltó con todas sus armas por la borda de su famoso barco, el espléndido Larga Serpiente y se hundió sin dejar rastro, una salida in bellezza (acuática). Tryggvason se hizo cristiano y atacó el paganismo con furor de converso. Otro rey Olaf, Haraldson, que consumó la conversión de Noruega, destruyó, lanzándolo a su perro, un talismán pagano que consistía en un pene de caballo preservado en cebolla. Lo que me recuerda (y debía recordarle a Olaf) que en la ceremonia de consagración de un rey vikingo en el Ulster, este realizaba un acto de bestialismo con una yegua por el que se convertía simbólicamente (y no tanto) en semental. Lo explica Robert Ferguson, autoridad en estudios escandinavos, en ese gran manual que es The vikings (Penguin, 2009), un libro con el declarado propósito de “restaurar la violencia a la Edad Vikinga y mostrar porqué no se la puede entender sin ella”.
Volvendo a Ragnar, es cierto que la categoría legendaria del personaje —probablemente una recreación de varios individuos reales— da para mucho. Incluso para ser el padre putativo de Sigrid de Thule (la novia del Capitán Trueno).
Aparte de aparecer en la Gesta Danorum de Saxo Grammaticus, Ragnar es, por supuesto, el centro de la Saga de Ragnar Calzas Peludas, una nueva edición de la cual acaba de publicar, muy oportunamente, Miraguano. El curioso epíteto del guerrero se suele justificar por la vestimenta que utilizó Ragnar para protegerse los bajos de una enorme serpiente venenosa, aunque una versión bastante desmitificadora —y escatológica— de la estudiosa Elizabeth Ashman Rowe lo achaca a un grave ataque de disentería y diarrea que habría sufrido el vikingo dejando sus pantalones asquerosamente pegajosos… En Los vikingos, Ragnar-Borgnine era apresado por el rey Aella de Northumbria y lanzado —ahí uno se lo haría todo encima— a un pozo con perros hambrientos, no sin antes recibir piadosamente una espada del esclavo Eric (Tony Curtis), en realidad su hijo, producto de haber violado a la reina sajona, para poder entrar dignamente en el Valhalla (hum, Valhöll) al grito de “¡Odiiiiiín!”. En la saga el rey lo echa a un pozo de serpientes. Vikings nos muestra a un Ragnar más joven, desde el momento en que comienza su fama, vinculada en la serie al acontecimiento histórico que se considera el inicio de la era vikinga, el asalto del monasterio de Lindisfarne en el 793. El ataque está recreado con una violencia pasmosa que hace justicia al testimonio de un monje de la época: “Ellos derribaban, ellos destruían, ellos saqueaban: siniestra cohorte, fatal falange, hueste cruel”. La serie no nos ahorra ningún detalle de la matanza, que impacta por su frialdad y gratuidad.
Ragnar aparece en las sagas, en la serie, en el filme y hasta es el padre putativo de la Sigrid del Capitán Trueno
Paralelamente a las escenas de piratería y guerra, la serie muestra con mucha exactitud el mundo cotidiano vikingo. El paradójico poder de la ley, la libertad sexual (en una escena chocante, Ragnar y su mujer proponen un trío al monje que el guerrero ha hecho su esclavo: un testimonio histórico árabe nos habla de jarls, condes, que fornicaban durante las audiencias públicas, una forma interesante de animar la vida política); el funcionamiento de las lealtades, la construcción de los barcos y la organización de los viajes.
La psicología del vikingo queda muy bien reflejada en el carácter del Ragnar de la serie: su capacidad para la ferocidad pero también su curiosidad (recordemos que Odín dio literalmente un ojo por el conocimiento) e inventiva, sus ansias de riqueza pero asimismo de aventura —lo que les llevó a Groenlandia y al norte de América—, su vena supersticiosa (los vikingos creían que el mundo estaba literalmente poblado de seres sobrenaturales de las más diversas categorías), su deseo de fama y gloria, su astucia teñida de una cierta pillería, gamberrismo o travesura, a veces maligna (un rasgo especialmente marcado en el personaje de Floki, un trasunto del mismísimo dios Loki). Ragnar es un hombre con suerte, algo muy valorado en el mundo vikingo.
Algunas escenas de la serie proceden directamente de la saga original de Ragnar, como el encuentro con la seductora Aslaug , hija de la legendaria valquiria Brynhild y del héroe Sigurd, y el juego de enigmas que se hacen ella y Ragnar. En Aslaug, Ragnar alumbró a Sigurd Serpiente en el Ojo. La serie, marcada por la recurrente aparición del vagabundo dios Odín con sus cuervos, muestra muy bien las creencias vikingas. El capítulo sobre la visita al santuario de Upsala es sobrecogedor, con las visiones inducidas por drogas y el frenesí sexual (cosas testimoniadas en las fuentes de la época) y la elección y sacrificio de víctimas humanas, que acaban colgadas en los árboles. No menos estremecedores son el asesinato de un niño para que su espíritu proteja un tesoro —Ferguson menciona cómo el rey Hakon el Malo (!) sacrificó a su hijo de nueve años para propiciar a su diosa personal en un desesperado intento por cambiar el curso de la batalla de Hjórungavág en 986— y el de una esclava para que acompañe en su funeral al jarl Harladson.
“Destruían, saqueaban”, escribió un monje espantado, “siniestra cohorte, fatal falange, hueste cruel”
Tanto la película Los vikingos como la serie hacen aparecer hechiceros, un personaje recurrente en la cultura vikinga (hay hasta 40 términos diferentes para describirlos) y que tenía características chamánicas. En el filme es Kitala, una volva, maga, que lanza las runas e invoca a Odín y las valquirias para detener la marea. En la serie, el adivino que practica el seid, el arte de conocer las cosas ocultas, presenta connotaciones ambiguas, en referencia al hecho de que era frecuente que los sacerdotes masculinos fueran afeminados u homosexuales, pues la magia era territorio de la mujer. Y las hechiceras eran importantes: el entierro en barco de Oseberg parece estar consagrado a una de ellas, una mujer mayor que presentaba anormalidades físicas. Su riquísimo ajuar funerario incluía semillas de cannabis sativa.
Poseedores de muchas virtudes, en relación con nuestro mundo los vikingos, cuyos dioses no eran personajes éticos, carecían de aspectos que nos parecen esenciales en nuestro etnocentrismo teñido de moral cristiana. El propio Boyer, que tanto los admira (“mes chers vikings”), reconoce en ellos la falta de una dimensión humanitaria y de ciertos registros sentimentales, el lirismo, por ejemplo, aunque fueron capaces de crear la poesía más compleja que ha conocido Occidente. Les era bastante ajeno el concepto de compasión. “Passionnés a froid”, los define muy precisamente el estudioso.
Difíciles de reducir en la inmensidad de su historia y sus realizaciones, en sus muchas facetas y escenarios (la conquista de Inglaterra e Irlanda, pero también la gran empresa comercial —y guerrera— en el Este, sus incursiones fluviales en Francia y España, la gran gesta islandesa, los viajes de Erik y Leif…), el fin de los vikingos tuvo mucho que ver con su conversión (lenta) al cristianismo. El vikingo sin cuernos, aunque nunca los llevó, paradójicamente dejaba de ser un verdadero vikingo.
EQUIPAJE VIKINGO. Para hacerse a la mar en esta nueva singladura con los vikingos, aparte de recordar que los viajes en sus barcos eran todo un trance, especialmente en mar abierto, es bueno meter en la maleta unas cuantas cosas, además de la serie Vikings:
1. El catálogo de la exposición del British Museum (tan contundente que puede servir de ancla). Vikings life and legend sistematiza buena parte de nuestros conocimientos actuales sobre los vikingos en una serie de artículos de grandes especialistas. A destacar el capítulo sobre los barcos y la tecnología naval.
2. Los vikingos, el terror de Europa (Ariel), del especialista militar Paddy Griffith, es un interesantísimo ensayo sobre la forma en que los vikingos hacían la guerra (y no el amor). Atención a la esgrima vikinga y detalles tan curiosos como que algunos jefes llevaban un doble para tener menos riesgos en combate. Entre los personajes inolvidables, Omund Pie de Árbol, que usaba una extremidad de madera después de que le cercenaran un pie en la batalla de Hafrsfjord (las piernas, por debajo de la malla y el escudo, eran un punto flaco de los vikingos; uno de los nombres favoritos para la espada era Mordedora de piernas).
4. Como libro de referencia general es buena opción The vikings, A History, Penguin),</CF> de Robert Ferguson. Muy ameno.
5. Para ir a las fuentes, muy oportuna la edición por Miraguano de la Saga de Ragnar Calzas Peludas (con la de Sturlag el laborioso y el Relato de los hijos de Ragnar). Llena de hermosas kennings (las típicas metáforas escáldicas): “La llama de las heridas” (la espada), “el negro gallo de la sangre” (el cuervo), “la pradera de las gaviotas” (el mar). Interesantísima para comparar con la serie Vikings, basada en parte en la saga. Curiosa la historia del arma secreta de rey Eystein que era... una vaca (parece cosa de los Monty Python). En la saga de los hijos de Ragnar se explica la venganza de estos contra Aella y cómo le hicieron la legendaria tortura del Águila de sangre.
6. La mirada del gran especialista Régis Boyer se compendia en Les vikings, histoire, mythes, dictionnaire (Robert Lafont). Boyer no niega la violencia de los vikingos, pero dice que peores fueron los hunos.
7. La Encyclopaedia of the Viking Age, de John Haywood (Thames & Hudson), ofrece mucha y deleitosa información.
8. Las mejores novelas de vikingos son las apasionantes de la serie de Bernard Cornwell (en Edhasa) que arranca con Northumbria, el último reino.
9. La revista de historia militar Desperta ferro tiene un muy interesante número dedicado a la herencia vikinga.
10. En el Museo Marítimo de Barcelona sigue hasta el 28 de septiembre la estupenda proveniente del Museo de Historia de Estocolmo.
11. Siempre es un placer releer el capítulo sobre literatura escandinava en Literaturas germánicas medievales (Alianza) de Borges.
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