¿Por qué cocinar?
Comida es todo aquello que tu abuela reconocería como tal
No, la respuesta no es tan simple. De hecho, sería una pregunta absolutamente idiota que plantearle a nuestros abuelos, que ya estaban en el mundo antes de que la industria alimentaria invadiera las calles de supermercados y nuestras neveras de sustancias comestibles con aspecto de comida.
Al periodista, escritor y polemista Michael Pollan no le gusta mucho lo que encuentra en el súper. Reconoce la comodidad de los alimentos procesados, claro, pero tiene reglas muy estrictas sobre lo que es comida y lo que no, que ya expuso en su best seller Saber comer (su definición sobre qué es comida: “Todo aquello que tu abuela reconocería como tal”). Debate acaba de traducir su último libro: Cocinar. Una historia natural de la transformación, y después de leerlo nunca más volveré a pochar una cebolla, beber una copa de vino u oler un queso pútrido sin conmoverme. Es lo que tienen algunos libros: ahora lo llaman realidad aumentada, pero siempre ha estado ahí, sin necesidad de las Google Glass.
La fascinación por la manipulación de los alimentos, por las reacciones físicas y químicas que transforman y mejoran los productos básicos —en términos de energía, el alimento al que nuestro cerebro es adicto—, es universal. Es, además, una actividad exclusivamente humana: somos la única especie que cocina. Pero el peso creciente de la industria de la alimentación nos está arrebatando esta sencilla y directa conexión con la naturaleza y nos relega al papel de meros consumidores, hasta el punto de que devoramos encandilados programas gastronómicos en televisión mientras deglutimos productos precocinados cuyos componentes ni sabemos pronunciar. ¿Cómo se come eso?
“El queso tiene mucho que ver
Para recuperar el mundo natural sin necesidad de viajar a la selva, Pollan propone volver a la cocina. Él lo hace con el hilo conductor de los cuatro elementos transformadores y universales de los alimentos: el fuego, el agua, el aire y la tierra. Y es con estos dos últimos con los que levita: con las burbujas de aire que convierten una aburrida pasta de semillas en, ¡oh milagro!, pan; o con la lucha a muerte entre bacterias, hongos y microbios en el proceso de fermentación —básicamente, de putrefacción— que transmuta la col en chucrut, la leche en queso, o la cebada en cerveza.
Sobre el alcohol: yo no sabía que existe una sugerente teoría antropológica que sitúa en el deseo humano de conseguir un suministro estable de alcohol —y no de comida— la razón por la que cambiamos la caza por la agricultura y dijimos adiós a la vida nómada. Como tampoco sabía que a los elefantes, a las ratas, a los pájaros o a las musarañas, y por supuesto a los monos, les gusta achisparse de vez en cuando tanto como a nosotros.
Imposible no darle vueltas a sus reflexiones sobre el olor del camembert, tan asqueroso que espanta tanto a estadounidenses como a asiáticos al tiempo que despierta instintos básicos de atracción/repulsión que lo conectan directamente con el sexo, la humedad, lo prohibido. “El queso tiene mucho que ver con el lado oscuro de la vida”, le dice a Pollan la hermana Noëlla, una monja quesera francesa; uno de los personajes que, como el vasco Bittor (del Asador Etxebarri) o el gurú de la fermentación Sandor Katz, desfilan por el libro como modernos chamanes.
Hay una última y extraña razón por la que recomiendo este libro. Michael Pollan ha conseguido que, últimamente, cuando entro en la cocina y me dispongo a trastear con verduras, pescados o arroces, me sienta una contestataria. Ya sentía que cocinar es un acto de amor; lo que no sospechaba es que tras algo tan cotidiano y humilde pudiera esconderse, además, un acto de rebeldía.
Cocinar. Una historia natural de la transformación. Michael Pollan. Traducción de Juan Castilla Plaza. Debate. Barcelona, 2014.
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