Fotografiar de corazón
Se tarda un tiempo en aprender a amar esta profesión, como bien dice Fernando Moleres
Todos empezamos en este oficio por diferentes razones: ganas de viajar, la aventura, la adrenalina o la imagen romántica que se tiene de él. Otros como yo utilizamos la fotografía para huir y buscar respuestas. Crecí en Santa Coloma de Gramanet (Barcelona) en una época en que las oportunidades no abundaban, y la cámara me dio la opción de denunciar lo que pasaba en mi barrio. Después vino el interés por otras partes del planeta. Llegó mi primer viaje a Oriente Medio, era la primera vez que me subía a un avión y junto con mi gran amiga Cristina Sánchez cogimos uno rumbo a Palestina, bueno no, a Tel Aviv, ya que los aeropuertos palestinos habían sido bombardeados y/o destrozados. Queríamos entender qué ocurría allí. En mi caso no tenía ni idea de política internacional y casi nada de historia de Oriente Medio. Fuimos a casa de un amigo en Tel Aviv, recuerdo una cena con su abuelo, con los números que un campo de concentración dejaron marcados en su brazo, y cómo ese abuelo le decía a su nieto que tenía que permanecer en Israel para luchar por el país. El nieto se quería marchar a Nueva York, pero no podía defraudar a su abuelo. Creo que fue de las primeras veces que este oficio me hizo entender algo que no veía desde la distancia. ¿Por qué alguien querría vivir en un país inestable? El abuelo y el nieto me dieron la respuesta: el pasado es muy poderoso y nos marca de por vida. Nadie quiere defraudar a un abuelo.
Esta profesión me ha hecho entender por qué alguien quiere vivir en un país inestable
Después me fue difícil escapar de esas emociones que te da esta profesión. En Gaza entendí por qué la gente apoyaba y votó en las elecciones a Hamás. Era una población harta de los colonos judíos, de los cortes de luz, de la opresión y de la gran corrupción del Gobierno de Arafat. Viajé a Pakistán y descubrí que allí la gente no es antioccidental. Me acogieron con los brazos abiertos en todos los sitios que visite. Conocí a un hombre que me dio una gran lección de vida. Era el jefe de una estación de trenes de un pueblo llamado Khewra. Yo quería hacer un reportaje sobre unas minas de sal. Él se cogío días libres en el trabajo, se encargó de la comida y de traducirme y hacerme de guía. Al terminar, yo le quería pagar dinero pero él me dijo algo indignado: "Vuestro problema en occidente es que no hacéis nada por nadie sin esperar nada a cambio".
En 2011 aterrize en Yemen con un encargo para The New York Times. Ha sido el viaje que más me ha marcado. Allí fotografié a Fátima y Said durante las protestas en contra del luego derrocado expresidente Ali Abdulah Saleh. Por esa foto me concedieron el World Press Photo y me brindó algo más bonito, la posibilidad de acercarme y conocer una cultura milenaria. Sus tradiciones, su música y, por supuesto, el qat [droga euforizante].
Luego han venido más viajes. Los primeros impulsos que me hicieron empezar a fotografiar han cambiado mucho y, como dice Fernando Moleres, se tarda un tiempo en fotografiar de corazón y aprender a amar esta profesión, la más bonita del mundo.
Samuel Aranda es fotógrafo y ganó el premio World Press Photo en 2012.
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