Irène Némirovsky y el dragón
Escrita por entregas, 'Los bienes de este mundo' se sitúa en los albores de la I Guerra Mundial
Biografías como las de Irène Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942) son espejos rotos del devenir europeo del siglo XX. En su caso, trozos de cristal que no arrojan una imagen fácilmente insertada en un discurso asumible y ya etiquetado. Oficial, legendario o amable. Nacida rusa en una familia acaudalada judía, Némirovsky debió emigrar a raíz de la revolución. Llega a París en 1919. Enseguida se afianzó en lo mejor de las letras francesas del momento. ¿Sus bazas? Un talento que la emparentaba tanto con Tolstói, Katherine Mansfield como con Turguénev. Una mirada lúcida sobre el porqué y el cómo se comportan sus contemporáneos. Y, además, sus personales ajustes de cuentas. Con una madre fría y cruel. Con una clase social, la burguesía, que era suya pero que, en ocasiones, señala como ingenua, torpe y cobarde.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial, solicitará una y otra vez la nacionalidad francesa y se convertirá al catolicismo: todo para contentar al Dragón. Sale a la calle el primer estatuto judío y no puede publicar. Por eso, en 1941, Némirovsky empieza a escribir Los bienes del mundo bajo seudónimo y por entregas en el semanario Gringoire. Con su nombre y ya en formato novela se editaría en 1947. Cinco años después de ser asesinada en Auschwitz. La justicia poética que no la otra hizo que un manuscrito que las hijas del matrimonio llevaron en maletas durante décadas viera la luz en 2006. Llevó el título de Suite francesa, una obra cumbre sobre ese periodo y que rescató del olvido a su autora.
Hace que sus personajes
Los bienes de este mundo es una novela por entregas que cubre el periodo que va desde los albores de la Primera Guerra Mundial hasta los inicios de la Segunda. Es el retrato de una burguesía de ciudad pequeña, centrada en la vida privada, amores, matrimonios e hijos de un grupo que gira alrededor de Pierre y Agnès. Historia sentimental, folletinesca, pero que trata de sortear en lo posible la cursilería. Amable y hasta cierto punto positiva, elude cualquier aspecto que pudiera complicar a su autora. No olvidemos cómo debía publicarlo. No hay referencias al hecho judío, a la maldad del agresor, a la incompetencia y cobardía de los dirigentes. Némirovsky opta por retratar la vida privada de unas personas que viven y luchan en la fe de que la continuidad asegura el bienestar de los tuyos. Vemos que se acerca la guerra, o la muerte o la desgracia.
Luego comprobamos cómo les afecta, cómo luchan por seguir adelante. Las hijas acaban convertidas en sus madres, los padres en sus hijos, y las guerras en una misma guerra. Todo es inevitable. Es soberbia su descripción de una sociedad que no quiere ver lo que se avecina. Que no busca culpables, que espera que el desastre pase por encima de ellos y nadie repare en sus vidas insignificantes. El miedo, los refugiados, la vida abriéndose paso entre la destrucción. Todo eso es enunciado magistralmente.
El punto débil es el gusano de lo folletinesco, el apelar a un relato amable (la desgracia siempre sucede a los otros), sentimental y el obviar que la guerra la producen los hombres, sus actos y omisiones. Némirovsky hace que sus personajes no conozcan la épica, pero tampoco la desesperación o el odio. Probablemente, sin ella quererlo, la Irène autora cometiera el mismo error que la Irène mujer: creer que si no importunas al Dragón, el Dragón no te comerá. Sabedora de eso, en su siguiente obra, Suite francesa, su mirada fue otra: directa a los ojos del Dragón del nazismo, del colaboracionismo, de la cobardía.
Los bienes de este mundo. Irène Némirovsky. Traducción de José A. Soriano Marco. Salamandra. Barcelona, 2014. 222 páginas. 15 euros (electrónico: 9,90)
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