Manu Leguineche, el hombre que era verano
En un momento de plenitud y melancolía, el periodista escribió "La felicidad de la tierra"
La sensación que producía ir a ver a Manu Leguineche, el legendario reportero vasco que dio la vuelta al mundo y volvió a descansar a Brihuega, en Guadalajara, era que uno acudía al verano. Siempre había a su alrededor, aparte de hermanos, sobrinos y amigos, el estímulo de una presencia que abría los brazos. Incluso en sus tiempos más esquivos, cuando se refugiaba del mundo para descansar del ruido del que venía, disponía su casa para que pareciera de otros; y aunque era desordenado y hosco en esos instantes de soledad, cuando descorchaba una botella de vino para conversar podía ser torrencial y cálido. El silencio del que venía, el que buscaba como misántropo barojiano, seguía por dentro, pero él regalaba su voz y su paciencia a los que lo importunábamos como si no deseara otra cosa que recibirnos.
Este hombre que parecía verano era también, en el fondo de su alma, un ser desapacible, patrón de una tribu que fue de todo en el periodismo español cuando un redactor jefe era capaz de perseguirte (eso lo cuenta, era Román Orozco) para que repitieras la hazaña de Julio Verne e hicieras un viaje alrededor del mundo en 80 días. Ese periodo del periodismo mueve a nostalgia tan solo porque él, y sus compañeros, cumplieron con la primera premisa del oficio: cumplir con la curiosidad. Si no estás interesado en descubrir, en indagar, en mirar desde otro punto de vista, es que no te enteras de que la vocación de ser periodista no obedece al afán de parecer, sino de ser.
Leguineche caminaba entre muchos siendo un solitario y su aparición ofrecía el estímulo de la amistad
Hizo ese viaje que le encomendó Orozco, e hizo muchos viajes, al fondo de la miseria y también a la superficie de la gloria, y en todas partes dejó (escritas) páginas muy bellas o muy puras, periodismo en estado de urgencia con el imprescindible aditamento que los periodistas buenos le ponen al oficio: la sensación de que esos escritos no estaban hechos para que se los llevara el viento.
Escribió solo y con otros (con Jesús Torbado, por ejemplo), y dirigió agencias de noticias; por tanto, estuvo rodeado de gente, y tanto fue así que el concepto de tribu aplicado a la turba del oficio es de su invención. Pero era un solitario, un hombre que se escondía; a veces observé que simulaba su voz al teléfono, para que nadie supiera ni dónde estaba ni qué le sucedía; y otras veces sonaba como si el descubrimiento de la voz humana lo hubiera hallado en medio del asombro y de improviso. Un hombre extraordinario que un día conoció el dolor y no quiso decirlo.
Ese Leguineche que caminaba entre muchos siendo un solitario y cuya aparición, en reuniones siempre largas, nos ofrecía el estímulo vital de la amistad, escribió un libro formidable y raro, La felicidad de la tierra (Alfaguara, 1997). Releer este libro es descubrir, otra vez, a aquel hombre que se parecía al verano. Está escrito en su lugar de reposo, El Tejar de la Mata, en la Alcarria, que fue su sitio antes de trasladarse definitivamente a Brihuega, donde murió este año, a los 73 años, tras una enfermedad que fue larga, pero que nunca consiguió anular la fortaleza de su ánimo o de su memoria. Es un diario discontinuo, en el que él aparece en primera persona porque es inevitable en un libro de este carácter; pero, como hizo en los viajes y en las guerras, a él lo que le importa en estos textos sincopados, hemingwaianos a veces, es reflejar como en un espejo la realidad que ve. Por ahí aparecen las partidas de mus, que relata como si las estuviera radiando, los trinos de los pájaros o las sombras de los árboles; las apariciones de los animales, los domésticos y los que pastan, son fulgurantes pero lentas, pues él no describe y se marcha, sino que se entretiene, como si quisiera parar el sol y todo lo que se mueve. Es, como en aquel bello poema de Rubén, 'Salutación del optimista', un escritor que quiere abarcarlo todo y contarlo todo como si no existiera el tiempo posterior o anterior, sino el presente continuo; como si las sombras fueran un espectáculo de un momento que jamás perece.
Pues Leguineche era también, en los momentos de plenitud de los que hay tantos en este libro, un hombre alegre, animado a serlo sobre todo por la contemplación de la naturaleza. Es un libro de las afueras, de lo que había más allá de la casa, en las tabernas de la Alcarria, en los pueblos que visitaba; como si hubiera dos Manus, el que quedaba en casa y el que se iba a pasear por los prados. El de la casa era un periodista, un escritor de periódicos; el que se iba a la calle era el escritor melancólico que se entretenía viendo crecer la hierba, por decirlo con el hermoso título de Doris Lessing. Ese hombre de las afueras era, sobre todo, un hombre culto, capaz de manejar con la destreza de un poeta reflexiones de Kafka o de Hermann Hesse, de poner en su sitio exacto a Borges (a quien va a ver cuando se dirimía la guerra de las Malvinas) y citar como es debido a Federico Nietzsche. Ahí aparecen, por ejemplo, los ya citados, pero también José Hierro (que tenía sus mismas tendencias bucólicas), Carlyle, Conrad, Melville, una combinación ambiciosa de maestros que llevaba consigo, pero que él no deletreaba obsesivamente. Era un lector sencillo, no te arrojaba los libros a la cara: se los había leído, aquí se ve.
Esos eran los libros que tenía en la estantería de su memoria; y con ellos iba a los regatos e iba de caza, con la escopeta y el gorro de las madrugadas bucólicas. Pero en la casa se quedaban los escenarios del periodista, a los que nunca renunció. Hasta el final de sus días, las escaleras de su casa de piedra, en Brihuega, eran un momento vivo al oficio del papel, pues guardaba los periódicos, los de su tierra, el País Vasco, los de Madrid, los de Barcelona, el de Valladolid (donde se hizo, con Umbral, con Martín Descalzo, con Alonso de los Ríos, con Delibes…, y estaban ahí no sólo porque era un practicante del papel, sino porque aspiraba, algún día, a recortarlos, a releerlos. Era un periodista, pues, de eso no cabía duda; la sorpresa de este libro, La felicidad de la tierra, es haberlo descubierto en ese otro plano en el que parecía abstraerse, en el que abandonaba las luces de la conversación y se metía en sí mismo.
Parecía verano era también, en el fondo de su alma, un ser desapacible, patrón de una tribu que fue de todo en el periodismo español
Por eso este libro es tan importante para conocer a Manu Leguineche, para saber qué pensaba de la vida cuando ésta aún no era tiempo, pues ya se sabe que hay un instante (cuando se escribe) que la eternidad es cuando eres feliz y te dispones a contarlo. La felicidad de la tierra es como la continuación de la conversación que interrumpió la muerte. Había en este hombre de acción (reportero de la televisión y de la prensa, agitado director de agencias) un reposo extraño, una conversación contra el tiempo. Julio Llamazares (que también se le parece: los dos han hecho del viaje una manera de ser) dice que se escribe para parar el tiempo; él escribía también para hacer innumerable la conversación; y eligió el viaje para la mayor parte de sus textos quizá porque es en el viaje cuando más gente distinta te echas a la memoria de las palabras. Y no cabe duda de que este libro de reposo es su viaje interior, su manera de abrazar la tierra, con todos sus habitantes, desde la sensación de soledad que tantas veces aquí es idéntica a la palabra melancolía.
Es extraño que este libro lo haya escrito un periodista, pues nosotros somos muy dados a ver las cosas una sola vez, para contarlas por encima. Pero no es raro que lo haya escrito Manu Leguineche, pues él fue también un poeta y un pensador; su modo de estar no era su modo de ser; podía estar (con otros, por ejemplo, riendo, hablando, contando) y no era necesariamente él, sino el que lo habitaba. Aquí se toca un hombre, en este libro; y es un consuelo que exista este volumen porque demuestra que, como advertía Kapuscinski, uno de los valores que tuvo el periodista de Arrazua (Bizkaia) era que despreció siempre el cinismo como manera de afrontar la realidad. Hizo además un libro lento, como si quisiera decirnos que escribir no es tan solo poner el espejo para contar, sino poner el alma, hacerla participar, con los pájaros, con el aire, de la vida que quiso contar. Un libro feliz de Manu.
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