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Don Ricardo en el foro

El compositor y director triunfó en sus tres visitas a Madrid entre 1898 y 1925

Un joven Richard Strauss.
Un joven Richard Strauss.

En el año 1866 Barbieri fundó la primera orquesta sinfónica en España. En realidad la orquesta ya la tenía: tocaban todos juntos cada día en el foso del Teatro Real, y la mitad de ellos, los instrumentistas de viento, estaban, además, en la Banda de Alabarderos. Lo que Barbieri se inventó en realidad fue un minifestival de cuatro o seis actuaciones al año al que llamó Temporada de la Orquesta de la Sociedad de Conciertos. La afición sinfónica del Madrid de entonces no daba para más. Treinta años después esas temporadas sinfónicas no sólo se mantenían, sino que habían aumentado su oferta hasta los 12 conciertos anuales. Por entonces dirigía en el Real un italiano, wagnerista empedernido, llamado Luigi Mancinelli, que se atrevió con la excentricidad de invitar a directores extranjeros para la Sociedad de Conciertos. Los músicos ya no tendrían en el podio a un colega como Paco (Barbieri) o Marianito (Vázquez), sino al eminente director Zumpe, Muck o Strauss.

Richard Strauss se presenta el 27 de febrero de 1898 y, mientras la prensa española sigue intentando explicar qué ha pasado en el puerto de La Habana con un barco llamado Maine, en el Teatro del Príncipe Alfonso Strauss deslumbra con sus interpretaciones. Crítica y público rendidos a sus pies. Las conocidísimas sinfonías de Beethoven o los preludios de Wagner sonaron como nuevos por la “poesía” con la que dirigió. Décadas después se seguía citando su versión de la Quinta como la más perfecta jamás escuchada en Madrid. También presentó un poema sinfónico suyo, Don Juan, y cuatro canciones interpretadas por su mujer. Sus obras resultaron excesivamente “modernas” para el público. No es que le criticaran, pero se señaló que: “…la grandeza de concepción y los atrevimientos de forma impidieron que la masa del público los comprendiese en una primera audición”. Strauss le resume por carta a su padre: un clima espantoso, maravillosos Velázquez en el Prado y una orquesta bastante buena.

Diez años después, Richard Strauss volvió a Madrid, esta vez al Teatro Real y al frente de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Le presentaban como seguidor de la corriente “ultrawagneriana”. Triunfo absoluto en los tres conciertos que dieron, con programas muy variados en los que se incluían tres poemas sinfónicos suyos. No sólo la música de Strauss empezaba a ser frecuente en los programas de los conciertos, sino que la calidad de la mítica orquesta embobaba hace cien años como lo sigue haciendo ahora. Y el empresario del Real lo sabía: las butacas triplicaron el precio, de 6 a 18 pesetas, y además se cubrió el foso con un andamio y un tablado para aumentar el aforo en 200 localidades.

En 1898 se presenta Strauss en el Teatro del Príncipe Alfonso y deslumbra con sus interpretaciones. 

La última visita de Strauss a Madrid fue en 1925. La Orquesta de la Sociedad de Conciertos se había transformado en la Orquesta Sinfónica de Madrid, que tocaba en el foso del Real y en sus propios conciertos. En esta ocasión Strauss fue invitado como gran figura musical, un homenaje dedicado a él, con cuatro de sus poemas sinfónicos: Don Juan, Las travesuras de Till Eulenspiegel, Muerte y transfiguración y Don Quijote. La política de precios de la Sinfónica era mucho más contenida: la butaca “solo” costaba 15 pesetas. Una fortuna. A cambio un concierto memorable: claridad y precisión para lograr una lectura genuinamente artística, dijeron los críticos.

De su estancia en Madrid sabemos que fue de visita a casa de Carlota Dahmen y Eladio Chao, protagonistas en la temporada anterior del estreno en el Teatro Real de su ópera El caballero de la rosa.

Le resume por carta a su padre: un clima espantoso, maravillosos Velázquez en el Prado y una orquesta bastante buena.

La prensa detalla elogios y parabienes para la actuación de Strauss y de la orquesta. Pero también deja constancia de la imperturbabilidad y el hieratismo del compositor-director: el homenaje propiamente dicho se hizo en medio del concierto. Ni cuando escuchaba alabanzas sin fin, ni cuando tomó la palabra para agradecer, transmitió Strauss la más mínima emoción con la voz o con la cara. Justo lo contrario de lo que lograba empuñando la batuta.

A los aficionados madrileños de 1925 les quedó la vaga impresión de que Strauss era un músico como la copa de un pino, pero que simpático, simpático… no era.

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