El arte de dirigir con la corbata
El primer Strauss se movía exageradamente; luego logró la máxima intensidad con el mínimo esfuerzo
George Szell creó el mito de los dos Richard Strauss como director de orquesta: uno mediocre y otro genial. En una conversación con el productor John Culshaw, que filmó la BBC en 1969, el famoso director de la Cleveland Orchestra afirmaba la existencia de un Strauss más interesado en los naipes que en la música de su orquesta; y la ilustraba con una divertida imitación del compositor acelerando el tempo al final de Fidelio para llegar a una partida de skat, el popular juego de cartas alemán. Pero también había otro Strauss que era capaz de convertir una función operística de Mozart o Wagner en algo absolutamente inolvidable; y recordaba concretamente un inspirador Così fan tuttedurante la etapa en que trabajó como asistente suyo en Berlín (1915-1918).
Las filmaciones conservadas de Strauss como director, y en especial las que realizó con la Filarmónica de Viena durante la conmemoración de su 80 cumpleaños en junio de 1944 dirigiendo Till Eulenspiegel y Don Juan, parecen darle la razón a Szell en cuanto al primero de los dos tipos directoriales. El compositor se muestra completamente indiferente a su propia música y se limita a marcar el compás con la mano derecha, por medio de una larga y afilada batuta que agita con leves y precisos golpes de muñeca, mientras el brazo izquierdo tan sólo le sirve para pasar las páginas de la partitura o subrayar algún que otro pasaje de la misma.
A pesar de lo que vemos, el resultado sonoro es impresionante: Strauss consigue dotar de una ideal propulsión interna a sus interpretaciones con una gestualidad mínima y, al no mostrar ninguna emoción facial, permite que toda la excitación se concentre en la música. Desde luego, el camino que le llevó a esa inusual maestría directorial, que con su típico humor bávaro denominaba “dirigir con la corbata”, fue lento y tortuoso desde un 18 de noviembre de 1884 en que se subió por vez primera a un podio para estrenar su Suite para trece instrumentos de viento opus 4 en la Odeonsaal de Múnich al frente de la Orquesta de Meiningen.
Por entonces, su principal influencia era su padre Franz, un músico de gustos conservadores que trabajaba como primer trompista en la orquesta de la Ópera muniquesa; y el veinteañero Strauss, que se agitaba mucho en el podio, carecía según su padre de esos movimientos serpenteados tan atractivos en otros directores.
Ese debut frente a la Orquesta de Meiningen convirtió a Strauss paradójicamente en protegido de uno de los principales enemigos de su padre: el famoso director Hans von Büllow. En 1885 ya era su sucesor y un año más tarde se trasladaría a Múnich como tercer director en la Ópera; después vendría su periplo por Weimar como segundo Kapellmeister en 1889, el regreso a Múnich en 1893 y un nombramiento al frente de la Ópera en 1896 o su traslado dos años más tarde al mismo puesto en Berlín seguido del ascenso a Generalmusikdirektor en 1908. Durante ese periodo, que compaginó con colaboraciones con la Filarmónica de Berlín, Strauss dirigía con exagerados movimientos que en 1902 le llevarían a ser retratado por un periodista inglés como “una especie de esfinge con una cabeza anormalmente grande, que menea en la parte superior de su esbelta y voluminosa figura, mientras acompaña con fantásticos gestos que causan entre el público una especie de incandescencia febril”.
Según parece, el cambio en su forma de dirigir fue más el resultado de una prescripción médica que de una decisión artística, pues su doctor comenzó a temer que esa profusión gimnástica en el podio terminara dañando su corazón. El compositor bávaro optó por el extremo opuesto y reservó su gestualidad para los pasajes estrictamente necesarios, especializándose en conseguir la máxima intensidad con el mínimo esfuerzo físico.
Strauss solía cultivar los tempi ligeros, no tenía especial predilección por los ensayos orquestales y tampoco confiaba demasiado en su memoria, especialmente desde que le jugara una mala pasada al comienzo de su carrera durante una función de Don Giovanni en Weimar; por esa razón actuaba siempre con la partitura delante. Terminó confeccionando un decálogo dirigido a los jóvenes directores que publicó dentro de su libro Betrachtungen und Erinnerungen –Reflexiones y recuerdos– (Zúrich, 1949) donde les prevenía contra el mal gusto de mostrar placer, sudar en público o no controlar los excesos de la orquesta. Su repertorio no era muy diferente del resto de los Kapellmeister de su tiempo y, aunque predominó la ópera, llegaría a combinar por igual el podio de la orquesta sinfónica con el foso del teatro.
En este sentido, no es verdad que tuviera una especial predilección en dirigir sus propias composiciones; es más, en un momento de su vida no quiso seguir dirigiendo Der Rosenkavalier “al haberlo dirigido con tanta frecuencia”. Strauss fue un director muy implicado con el medio fonográfico, especialmente a partir del surgimiento de las grabaciones eléctricas a mediados de los años veinte del siglo pasado; predominan en su discografía registros de composiciones propias donde representa en sonido como nadie la excitación de Don Juan, la ideal combinación entre humor y viveza de Till Eulenspiegel o el encanto e ingenio de Ein Heldenleben.
Sin embargo, Strauss siempre prefirió como director de orquesta a sus tres héroes: Mozart, Beethoven y Wagner. Estilísticamente cultivaba la estética imperante en el siglo XIX del llamado espressivo, es decir, del manejo retórico del fraseo rubato, que le permitía, por ejemplo, diferenciar los diferentes temas de una obertura o un movimiento sinfónico a través de las modulaciones del tempo; ejemplos de ello se encuentran en sus registros para Deutsche Grammophon de las tres últimas sinfonías de Mozart (1926-1927) junto a la obertura de Die Zauberflöte (1927) o en la Quinta y Séptima de Beethoven (1927-1928), en donde además escuchamos el exquisito y tupido fraseo en la cuerda, donde evitaba los modernos arqueados uniformes, o la personal elegancia de los portamentos.
Sus interpretaciones de Tristan und Isolde de Wagner eran legendarias por su inigualable representación sonora del erotismo al compensar la fogosidad masculina en la cuerda con la atracción femenina en la madera que podemos escuchar en su excepcional versión del preludio grabado en 1928 al frente de la Filarmónica de Berlín. Pero Strauss pasará a la historia como gran mozartiano; sus interpretaciones de Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte resultan inolvidables a pesar de la práctica ausencia de registros sonoros (tan sólo unos fragmentos de esta última ópera grabados privadamente en Múnich en 1932); combinaba una sensacional ligereza orquestal con equilibrados acompañamientos a los cantantes en donde incluso solía improvisar él mismo al teclado los recitativos con citas de sus propias composiciones. Está claro que si Richard Strauss no hubiera escrito tantas obras musicales relevantes estaríamos celebrando el 150º aniversario de un gran director de orquesta.
Pablo L. Rodríguez es profesor de Musicología en la Universidad de La Rioja.
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