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ENTREVISTA

“Las instituciones en México son una entelequia. No hay nadie detrás”

Sergio González Rodríguez describe en 'Campo de guerra' la pérdida de soberanía ante EE UU

Pablo de Llano Neira
El escritor mexicano Sergio González Rodríguez.
El escritor mexicano Sergio González Rodríguez.FELIPE LUNA

Cojeando de camino a su estudio, Sergio González Rodríguez saca del bolso de su minicomputadora un librillo con una portada negra que tiene dibujada una espiral en la que se repiten girando hacia adentro, en rojo y en blanco, dos sintagmas en inglés: Extreme violence as spectacle (La violencia extrema como espectáculo) y I within (Yo dentro). Hacia el fondo de la espiral está escrito dos veces su nombre envuelto en el movimiento hipnótico de esas dos frases. “La violencia: y yo en el centro”, dice apuntando con el dedo al núcleo de la espiral.

Sergio González Rodríguez (México DF, 1950) tiene una relación doble con la violencia: es crítico y es superviviente. En 2002 publicó Huesos en el desierto (Anagrama), el libro en el que por primera vez se denunció a fondo y de forma sistematizada la matanza serial de mujeres en Ciudad Juárez. En junio de 1999, mientras investigaba este tema, lo asaltaron en un taxi en el DF y no lo bajaron del coche hasta que estaba hecho trizas: le pincharon los muslos con un picahielos y le tundieron la cabeza con las cachas de los revólveres. Dos meses después lo tuvieron que operar de urgencia para sacarle de la cabeza un coágulo de sangre del tamaño de una pelota de golf. Antes de que terminase el año, en diciembre, lo volvieron a abordar en un taxi y lo dejaron ir después de darle un aviso: “Usted anda metido en una bronca muy gruesa, mi señor. Ándese con cuidado. ¿Sí me entiende?”, y según cuenta le repitieron eso mismo una y otra vez durante media hora. Dice que el trauma pervive y que regresa en sueños cuando anda angustiado por algo. “La pesadilla vuelve, se impone y me levanto jadeando, y es una impresión vívida, como si ahora sintiese que van a forzar la puerta y a entrar unos pillos”. En su escritorio, Sergio González Rodríguez tiene un bol de metal lleno de corchos de vino.

–¿Los colecciona?

–No, ociosamente uno los guarda y van quedando ahí.

Extreme violence as spectacle: I within, el librillo que traía en el bolso, es un texto que ha escrito para la bienal 2014 del Whitney Museum de Nueva York. Es el segundo que publica con la editorial estadounidense Semiotext(e). El primero fue Femicide Machine (2012). De momento ninguno de ellos se ha traducido al español. Los dos tratan sobre el tema recurrente de la obra de González Rodríguez: el poder del crimen organizado en México y su efecto sobre las víctimas. Como su último libro en español, Campo de guerra, galardonado en abril con el Premio Anagrama de Ensayo. Después de su investigación periodística sobre Juárez y de interpretar en El Hombre sin cabeza (Anagrama, 2009) el fenómeno de las decapitaciones como extremo de la abyección, en esta nueva obra ha tratado de ampliar su ángulo de análisis para encuadrar la violencia estructural de su país en un contexto global.

Las instituciones en México son una entelequia. Tú tocas la puerta y no hay nadie detrás

González Rodríguez sostiene que México está renunciando a su soberanía y entrando en un “proceso de absorción” en la estrategia de seguridad de Estados Unidos. Desde una perspectiva transnacional, define a México como el “gendarme” de la zona sur de Estados Unidos, y en sí mismo lo cataloga como un Estado sin Derecho. “Las instituciones son una entelequia. Tú tocas la puerta y no hay nadie detrás”. El desamparo ante una burocracia inoperante lo lleva al concepto de anamorfosis: “Una herida, una huella, una grieta que, conforme las instituciones son incapaces de atender, se abre cada vez más y nunca cierra. Ante ese desgarramiento, la víctima se disgrega”, escribe en Campo de guerra. La experiencia profunda del trauma de la violencia, y la ausencia de un apoyo que pueda atenuarla, ha sido una obsesión de Sergio González Rodríguez antes y después de sus propios dramas. En El hombre sin cabeza lo retrotrae a impresiones de infancia de padecimientos de su familia. “Cada vez que oigo llorar a una mujer, oigo llorar a mi abuela”. A Ciudad Juárez llegó con la curiosidad de saber qué estaba pasando en aquel lugar en el que asomaba una misteriosa trama criminal y pronto se dio cuenta de que la historia, además de la macabra liga entre el mundo oficial y el hampa, estaba en el martirio sordo de las víctimas. Escribe al final de un capítulo de Huesos en el desierto:

No pasa nada, dirá ella. Nada, repetirán los que vengan.

Nada.

Como el silencio del desierto.

Nada.

Como los huesos de las víctimas dispersos en la noche.

En su trabajo sobre la violencia se unen de una manera muy personal el reporterismo de dato duro y la interpretación cultural. En Campo de guerra realiza un psicoanálisis de los monstruos, como le llaman en el norte de México a los camiones que los narcos blindan para acciones de combate o de transporte de droga y que tienen aspecto de tanques de guerra artesanales. “Son aparatos de intimidación y efecto psicológico que transmiten la percepción de un poder absoluto a partir de su apariencia escultórica de fuerza y energía masiva de la época industrial y las máquinas, la imaginería de la cultura de la música de heavy metal y las películas de contenido posapocalíptico y de horror”. Su visión de la realidad se nutre de un entramado de saber que combina lo formal –sus estudios universitarios de filosofía, de comunicación y de derecho, así como su voraz disciplina de deglución de cine, literatura, ensayo e información– con lo subjetivo: “Yo fui músico de heavy metal durante muchos años y sé de qué se trata la imaginería de exaltación de las máquinas que arrasan todo”, dice en su estudio este señor con más aspecto de funcionario jubilado que de bajista satánico: menudito, de bigote alineado, con gafas de cristal grueso contra la miopía, camisa de rayas y pantalones chinos. “Imaginemos personas sin educación cuya fantasía es tener un enorme vehículo que aplaste a todos. Es ridículo pero es real. Son fenómenos de reemplazo de la miseria, producto de la pequeñez educativa, una manifestación patética de la cultura machista mexicana”. Detrás de un vehículo de agresividad grotesca, su mirada descubre la debilidad pueril de una sociedad barbarizada, la diferencia entre cantar en una cantina que con dinero y sin dinero hago siempre lo que quiero y creerse con derecho a aplicar a la realidad los principios de una tonada ranchera de José Alfredo Jiménez.

Fui músico de 'heavy metal' y sé de qué se trata la imaginería de exaltación de máquinas que lo arrasan todo

Para González Rodríguez, el horror criminal es un reto intelectual, un mal de todos que afronta con el compromiso de aportar conocimiento, información y líneas de reflexión para intentar comprenderlo. Con ese objetivo presenta sin restricciones los efectos de la violencia. Dice en El hombre sin cabeza: “Le inscriben a las víctimas en la frente una letra Z como firma de un grupo delincuencial, abren la tráquea para jalarles la lengua por el corte, le llaman corbata colombiana; descuartizan los cuerpos y arrojan los restos en un recipiente en el que ponen petróleo y le prenden fuego hasta que se quema todo, le nombran horno. Otras veces, vierten en una pipa cocaína y cenizas de una víctima. A este rito se lo conoce como fumarse al muerto”. Sobre las mujeres asesinadas en Juárez, durante la entrevista, traduce su destino a la simple lógica del consumo. La mayoría eran –son, porque los crímenes han disminuido pero no cesan– trabajadoras que desde zonas pobres de México habían llegado a la frontera para ganar dinero en la industria manufacturera, la maquila, y cuyos cuerpos terminaron violados y arrojados en baldíos o basureros a un paso de Estados Unidos. “Es la paradoja de perseguir el ideal del consumo y acabar convertido en basura. Fueron tratadas como basura en la maquila, luego consumidas como basura y finalmente tiradas como basura”, dice González Rodríguez, que a su vez ha hecho de su carrera una especie de peritaje intelectual de los desperdicios que ha dejado el desarrollo del México contemporáneo.

La crónica y la teoría sobre la marginación urbana han sido una deriva natural para un individuo curioso que empezó a entrenar su lucidez durante la época del crecimiento posindustrial de México DF. González Rodríguez rememora con cariño un reportaje que escribió en 1985 sobre una pandilla autodenominada Los mierdas punk. “Les pregunté por qué se llamaban así, y dijeron que se llamaban así porque todo era una mierda”. Treinta años después, él mismo se convirtió en materia de ficción para un escritor con mucho de punk, el chileno Roberto Bolaño, a quien por correo electrónico ayudó a entender el tema de los feminicidios para su novela 2666, donde a la postre aparece un reportero cultural de México DF llamado Sergio González que llega a una ciudad norteña a investigar asesinatos de mujeres. Bolaño lo caracteriza como un perdedor recién divorciado: “Hacía reseñas de libros de filosofía, que por otra parte nadie leía, ni los libros ni sus reseñas, y de vez en cuando escribía sobre música y sobre exposiciones de pintura”. González Rodríguez no llegó a Juárez divorciado ni fracasado. Era cronista de la sección de cultura de Reforma, un periódico nuevo y pujante que ahora es el más influyente de México y en el que sigue escribiendo convertido en un columnista cultural tan admirado como temible. Todos los años hace una selección de libros. Es una lista clasificada por géneros, sobria pero siempre con un par de líneas cabronas. En 2013 le concedió el Premio Hannah Arendt a la Banalidad Burocrática al penúltimo director de los servicios de inteligencia mexicanos por un libro sobre historia del narcotráfico que no lo entretuvo demasiado. De su personaje de 2666 dice que Bolaño lo concibió de oídas a partir de lo que le contaban amigos que tenían en común. “Él se inventaba cosas para ponerlas ahí y le valía madre”, dice, y se ríe contando su relación con aquel punk chileno. Cuando miras a Sergio González Rodríguez de un lado o de otro, se le ven en los oídos sendos audífonos que a veces emiten pitidos, y entonces supones que como la cojera, o igual que las melladuras de los dientes, o como la punta de cicatriz que se le mete cabello adentro desde la frente, su leve sordera también se debe a los golpes que se llevó por situarse en medio de una espiral de violencia. Pero eso lo supones mal. “Fue del rock. Me volé los oídos tocando rock”.

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