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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dos cabalgan juntos

Desplechin aparta todo lo accesorio para ir al hueso, lo que redobla la potencia emocional, y focaliza la narración en dos protagonistas, con soberbios trabajos actorales

Marcos Ordóñez
Benicio del Toro en un fotograma de 'Jimmy P.'.
Benicio del Toro en un fotograma de 'Jimmy P.'.

Arnaud Desplechin es uno de los cineastas franceses del que con más interés espero cada entrega desde que vi su debut, Comment je me suis disputé, en 1996 (el otro es Jacques Audiard). Esta semana me he montado un programa doble compuesto por sus dos películas menos celebradas: Esther Kahn (2000), que diría que no se estrenó en España, y Jimmy P.,de reciente estreno y fugacísima permanencia en la cartelera. Tardé un poco en darme cuenta de que tienen muchos puntos en común. Están rodadas fuera de Francia y en lengua inglesa (en Londres la primera, en Montana y Michigan la segunda), narran historias de amistad y aprendizaje, y proponen un arte humanista cada vez más necesario.

Desplechin aparta todo lo accesorio para ir al hueso, lo que redobla la potencia emocional, y focaliza la narración en dos protagonistas, con soberbios trabajos actorales. Sus títulos se centran en la figura del personaje que busca, pero sería más justo incluir los nombres de sus mentores, y llamarse Esther y Nathan y Jimmy y Georges.

Desplechin es uno de los cineastas franceses del que con más interés espero cada entrega

Para mi gusto, Esther Kahn es uno de los mejores acercamientos a la esencia de la interpretación escénica. La sorprendente Summer Phoenix encarna a una muchacha judía del Londres victoriano, arisca, sombría, perdida. Una noche acude a una sesión de teatro yiddish y proclama: “Yo quiero hacer eso y puedo hacerlo mejor”. Un viejo actor, Nathan Quellen (el enorme Ian Holm), adivina que hay un talento en agraz bajo su altivez adolescente, y la toma bajo su tutela. Será un proceso lento y difícil, pero cuya lección fundamental es la última, la más dolorosa: si no aprende a conocer sus sentimientos, a vivirlos y a relacionarse con los demás, le dice, jamás podrá mostrar verdad sobre las tablas.

La segunda entrega de lo que he visto como un díptico comienza en 1948, en un hospital psiquiátrico de Kansas, donde el excombatiente Jimmy Picard (Benicio del Toro) ha sido declarado esquizofrénico. Georges Devereux, psicoanalista y antropólogo (Matthieu Amalric, el actor favorito de Desplechin) percibe en él un gran dolor anímico que no ha salido a la luz y le ayudará a enfrentarse a sus demonios. Jimmy P. es la crónica de ese proceso de curación, apoyado en una investigación conjunta pero también en la hermosa amistad que surge entre los dos hombres, más cercanos de lo que podría pensarse en un principio: tanto el indio Picard como el judío Devereux renunciaron a sus nombres para sobrevivir lejos de las praderas, lejos del gueto. Del Toro, portentoso de sobriedad y delicadeza, y Amalric, rebosante de pasión alegre, nunca han estado mejor.

Desplechin parece creer firmemente en los valores éticos del ser humano, y que el arte ha de estar al servicio de la belleza, el conocimiento y la emoción. Cosas, como se ve, muy pasadas de moda; casi tanto como el doble y manifiesto patronazgo de Ford y Truffaut: por eso me han gustado tanto estas dos películas. Hay una herencia de la mirada moral de ambos: Esther Kahn está muy cerca de L’enfant sauvage, y la profunda dignidad del pie negro Jimmy Picard es absolutamente fordiana. Por cierto que el texto que escribió Devereux en 1951, Psychothérapie d’un Indien des plaines, y en el que se basa Jimmy P., ha sido reeditado por la editorial Fayard.

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