Memoria dibujada
En 1972, en San Francisco, entre los colorines de la psicodelia, Art Spiegelman descubrió que lo que él tenía que contar no era su atmósfera contemporánea, sino el pasado de sus padres
Como casi todo artista en ciernes Art Spiegelman empezó su educación poniendo tierra por medio, alejándose de su propio origen tanto como pudo. Se había criado en Nueva Jersey y en Queens, en una familia de emigrantes europeos que le daba, desde niño, ese sentimiento agudo de diferencia con los otros que provoca tanta incomodidad en una conciencia infantil. Un niño quiere ser como los otros niños. Un niño quiere que sus padres no se distingan de los demás padres. Los padres de Art Spiegelman hablaban inglés con un fuerte acento extranjero y llevaban cada uno un número tatuado en letras azules en el antebrazo. Un día de verano, cuando su madre llevaba una blusa de manga corta, un chico del vecindario le preguntó qué significaba ese número. Ella se quedó un poco confundida al principio, y luego dijo que era un número de teléfono que se había apuntado en el brazo, por no tener un papel a mano. Los padres de Art Spiegelman tenían amigos y parientes tan raros como ellos, igual de embarazosamente extranjeros. Cuando se reunían hablaban sin mucho detalle de la guerra. No decían los campos de exterminio, ni el Holocausto. Esas palabras no se pronunciaban entonces.
El pasado entre aterrador y fantástico que invocaba ese término, la guerra, era tan vago como el mundo del que sus padres procedían, casi tan incomprensible como los idiomas en los que se comunicaban entre sí cuando no querían que el hijo los comprendiera, el polaco, el yiddish. A veces su padre o su madre le contaban algo, un episodio, la muerte de alguien, un trance de peligro; pero esas historias aisladas carecían de un contexto que las hiciera comprensibles, y eso las volvía aún más inquietantes. La guerra contra Hitler y contra los japoneses, la guerra heroica y cinematográfica del desembarco en Normandía, era omnipresente, en libros, películas, reportajes fotográficos en blanco y negro. Pero en el relato de esa guerra apenas había referencias a la persecución y el exterminio de los judíos de Europa. La guerra de la que hablaban, en sus lenguas extrañas, con sus acentos lamentables, los padres de Spiegelman y sus conocidos no parecía la misma en la que habían luchado distinguidamente los padres de sus compañeros de escuela. Era una guerra de hambre, de barracones helados, de piojos, de hornos crematorios, de gente que desaparecía para siempre, de brazos tatuados.
Los padres de Art Spiegelman llevaban cada uno un número tatuado en letras azules en el antebrazo
El artista adolescente no tiene tiempo de escuchar las historias de sus padres, y en cuanto crece se olvida de las que le contaban de niño. Hijo de extranjeros, Art Spiegelman quería ante todo ser americano. Leía tebeos y veía series de vaqueros en la televisión. Le regalaron un traje de cowboy y estuvo poniéndoselo hasta que ya no cabía en él. Su padre habría querido que fuera médico, o al menos dentista, profesiones que inspiran confianza al refugiado medroso que ya vio una vez derrumbarse su mundo. Art Spiegelman eligió hacerse dibujante de tebeos underground, y se fue lo más lejos que podía, a San Francisco, impaciente por hacer todo lo que su padre y su madre reprobaban, dejarse el pelo largo, vestirse como un mendigo, tomar drogas, vivir en una comuna. Ve uno los cómics que dibujaba en aquellos años, los últimos sesenta, y comprueba que a Art Spiegelman la impaciencia por la originalidad y la ruptura lo llevaba, como a casi cualquiera, a un conformismo de lo alternativo. Eran carillas mal impresas, en colores chillones, con dibujos que buscaban la provocación y la ofensa. Ahora se ven en las vitrinas del Jewish Museum, en la imponente exposición dedicada a Spiegelman, y lo que más sorprende de toda esa imaginería es, por una parte, el entusiasmo evidente con el que está dibujada, y por otra su aire genérico, de época, de aplicada imitación de una estética desquiciada en la que se ve por todas partes el influjo de Robert Crumb.
Inesperadamente, por puro azar, por iniciativa de otros, Art Spiegelman encontró de golpe su estilo y su mundo en 1972. Le encargaron una historieta de tres páginas para un número de una revista en la que tenía que haber personas retratadas como animales, con un propósito de denuncia del racismo. Un artista no empieza a madurar de verdad hasta que no encuentra una faceta del mundo o un ángulo de observación que sean exclusivamente suyos, y al mismo tiempo el estilo que se corresponde con ese material. En 1972, en San Francisco, entre los colorines de la psicodelia, Art Spiegelman descubrió que lo que él tenía que contar no era la atmósfera contemporánea en la que vivía sumergido, sino lo que hasta entonces le había parecido remoto y ajeno, el pasado de sus padres, el mundo de la guerra en Europa y de aquellos campos de exterminio de los que entonces todavía casi no se hablaba. Había roto con sus padres y se había marchado lejos en el empeño de llegar a ser lo que quería. Ahora comprobaba que solo avanzaría regresando; que encontraría su identidad como artista no contando la vida propia sino adentrándose en la memoria de su padre. Había roto con él, en la gran quiebra generacional de esos años. Su madre se había suicidado, dejando unos cuadernos testimoniales que su padre quemó.
Encontraría su identidad como artista no contando la vida propia sino adentrándose en la memoria de su padre
Volvió a Nueva York. Con una grabadora prestada por un amigo recogió horas y horas de entrevistas con su padre. El hallazgo visual y poético de aquellas tres páginas dibujadas en 1972 se revelaba de una fertilidad sin límite: el relato sobre la vida en los guetos y en los campos se transformaba en fábula y en pesadilla sin perder su aspereza documental. Los dibujos tenían la seducción lóbrega de esas ilustraciones que siembran el miedo en las imaginaciones de los niños y los impulsan a desear que no se apague nunca la luz. Art Spiegelman descubrió que se podía contar el terror del nazismo sin trivializarlo usando la simplicidad visual y la austeridad narrativa de las tiras cómicas: los judíos como ratones, los nazis como gatos depredadores; ratones y gatos o seres humanos con cabezas de ratones y gatos, o ni siquiera eso, con máscaras. Pero en la historia, además de sus padres, también estaba él mismo, con su máscara de ratón y sus recuerdos de niño, con su voluntad de saber y su mezcla irresoluble de amor y de rechazo hacia su padre, con su decisión de contar el sufrimiento de las víctimas sin idealizarlas ni santificarlas.
El tebeo, el cómic, la banda dibujada, es un arte raro que se lee y se ve al mismo tiempo, que está más cerca de la poesía que de la prosa, por su necesidad de compresión y síntesis. A lo largo de una pared entera del Jewish Museum se despliegan los bocetos, los cuadernos de notas, las páginas definitivas de Maus: se ve entonces, en su evidencia física, la amplitud del empeño, sostenido a lo largo de años, la inmensidad del trabajo, una viñeta tras otra, las nubecillas del texto, las manchas y las líneas de tinta, las tentativas a lápiz. De vez en cuando Spiegelman se autorretrata, con su cabeza o su máscara de ratón, su cigarrillo, sus hombros inclinados sobre el tablero, la vida entera volcada en el logro de esa tarea que uno sabe únicamente suya.
Art Spiegelman’s Co-Mix: A Retrospective. The Jewish Museum. Nueva York. Hasta el 23 de marzo.
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